Editorial
Rivera Carrera y la justicia de EU
Las vicisitudes por las que atraviesa Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de la ciudad de México, acusado ante un tribunal de Los Angeles por encubrir al sacerdote pederasta Nicolás Aguilar, vuelve a poner sobre la mesa temas políticos y legales conflictivos: el de la actuación de órganos tribunalicios en casos ocurridos parcial o totalmente fuera de sus jurisdicciones, la aplicación extraterritorial de leyes locales y la mengua de las soberanías nacionales en materia judicial.
El asunto adquirió relevancia mundial por primera vez hace 10 diez años, cuando la justicia española reclamó a Inglaterra la extradición de Augusto Pinochet para procesar al ex tirano por algunas de las atrocidades de su régimen. Otros episodios memorables en los que se ha puesto de manifiesto la globalización creciente de los procesos judiciales son, por ejemplo, el que se siguió al ex gobernante serbio Slobodan Milosevic por un tribunal internacional con sede en Holanda, la negativa de Washington a reconocer las atribuciones de la Corte Penal Internacional para juzgar a estadunidenses que cometan crímenes de lesa humanidad o las extradiciones de narcotraficantes colombianos y mexicanos a Estados Unidos por los gobiernos de sus respectivos países.
La arquidiócesis que encabeza el cardenal acusado ha basado la defensa de éste en la supuesta incapacidad de los tribunales californianos para juzgar hechos ocurridos en México, como las agresiones sexuales atribuidas a Aguilar y el encubrimiento que se imputa a Rivera Carrera quien, en su calidad de obispo de Tehuacán y superior del acusado, lo envió a Los Angeles con el presunto propósito de protegerlo de pesquisas judiciales.
El caso, como el de los capos recientemente extraditados al país vecino, pone de manifiesto las pavorosas deficiencias de las instituciones encargadas de procurar e impartir justicia y, además, en lo que toca a los narcotraficantes, la alarmante debilidad del sistema penitenciario mexicano. En efecto, un dato exasperante es la inacción de la justicia nacional ante los ataques sexuales cometidos por Nicolás Aguilar; de hecho, éste transita libremente y hasta da entrevistas telefónicas, como la que publicó este diario el pasado 11 de enero, a pesar de que entre 1997 y 1998 cuatro de las 60 víctimas del sacerdote presentaron denuncias ante los juzgados poblanos. Por supuesto, si no ha prosperado ninguna de esas demandas, las acciones de encubrimiento de que se acusa a Rivera Carrera (documentadas por testimonios que publicó La Jornada el 13 de noviembre del año pasado) no han merecido ni una mirada de las procuradurías y de los tribunales nacionales.
Al margen de las atribuciones que posean o no los tribunales estadunidenses para dar curso a las acusaciones interpuestas por la Red de Sobrevivientes de Abusos Sexuales por Sacerdotes (SNAP, por sus siglas en inglés), los elementos disponibles parecen indicar que ni los abusos de los que se acusa a Aguilar ni la protección que le brindó Rivera Carrera son inventos para extorsionar a la Iglesia católica mexicana, sino hechos reales que causaron un grave daño a víctimas inocentes. A ellos, ha de sumarse la vergüenza de que las instituciones nacionales no hayan tenido la determinación necesaria para esclarecerlos y que la voluntad gubernamental de preservar la impunidad de los sacerdotes pederastas se haya manifestado en forma tan clara que la Secretaría de Gobernación emitió una prohibición de ingresar al territorio nacional a los abogados de la SNAP.
En tales circunstancias, los alegatos de la Arquidiócesis de México y de sus abogados sobre la jurisdicción de los tribunales nacionales parecen un recurso para evitar el proceso penal contra su titular y fortalecen, lejos de despejarlas, las sospechas sobre el encubrimiento que Rivera Carrera pudo brindar a Aguilar. En la medida en que en México no se procure ni se imparta justicia a las víctimas de los sacerdotes pederastas, es lógico e inevitable que los afectados la busquen en otros países.