Usted está aquí: domingo 28 de enero de 2007 Opinión Baby blues

Bárbara Jacobs

Baby blues

Siempre me ha incomodado la comparación entre tener un hijo y escribir un libro, o terminarlo, o publicarlo, por más que tenga que admitir que los síntomas de las dos situaciones se parecen de forma alarmante.

No he tenido un hijo, pero he publicado uno que otro libro y, por lo que he leído y escuchado que experimentan las mamás, cómoda o incómodamente debo afirmar que lo que padecemos los escritores al publicar, tanto hombres como mujeres, es igual.

Estás feliz, pero al mismo tiempo, triste. Te sueltas a llorar con motivo o sin él, de gusto, de extrañamiento, de una incomprensible, de una inexplicable melancolía. A pesar de por fin tener en tus manos lo que creaste, con entusiasmo, con infinito cuidado y trabajo, lo ves y no lo crees; resulta que lo que te produce es miedo. Lo llamo así, pero no se reduce a eso. Es mucho más que sólo eso.

Hace unos meses publiqué un libro, y hace unos días puse punto final a otro. Quizá por esta inusitada duplicación me encuentro muy mal. No es vacío lo que paradójicamente me llena, pues cuando lloro aparecen lágrimas y cuando abro la boca escapan lamentos. Quiero decir que algo tengo adentro, después de todo, y que lo que me habita por lo tanto no es la nada.

Soñé mi casa vacía, es cierto, y al verla en semejante estado suspiré y, sin darme cuenta, me llevé la mano al corazón. Pero las paredes estaban húmedas, es decir, que a su modo vivían, así que el vacío que me rodeaba algo era, porque no era nada.

No es que te preguntes qué va a suceder con tu creación, porque el asunto es de un presente tan intenso que en presente permanece. La pena está mezclada con la dicha pero la opaca. Al desprenderte de lo que hiciste es más lo que pierdes que lo que ganas, al desprenderse de ti lo que tú creaste.

Para que tu hijo-libro resalte quieres acabar con todo lo demás que existe. Se apodera de ti esta locura. Incendiar el mundo para que desaparezcan las amenazas, reales, imaginarias; quieres espacio y aire libres para tu recién nacido. El cielo, el mar y la tierra, su superficie y su centro.

Hay conjuros contra los males. Piedras especiales, gestos que haces con los dedos o con las manos. Cuidas tanto tu fruto que vives en un estado de pánico en todo momento. "Llegze'l ain", exclamas en árabe, y ahuyentas el mal de ojo y cualquier otro daño posible. Haces un postre en particular, "meghle", que es harina de arroz hervida en mucha agua, lleva nueces encima, almendras, piñones y pistaches picados; lleva alcaravea, canela, anís; lleva azúcar, lleva hinojo. Celebras, pero endulzarte no deja de ser apenas un paliativo; lo tomas, pero a sabiendas de que no acabará con tu dolor, con el sabor amargo, la tristeza ni la melancolía.

Estás en compañía de unos u otros de la mañana a la mañana, pero sientes que vives en soledad o, peor todavía, en abandono. Fuiste abandonado, después de todo. Nació; te dejó; tuviste que poner punto final. A un idilio único, al único de veras excepcional y extraordinario de los idilios. Hecho dentro de ti, alimentado de tu propia sangre.

Te fijaste muy bien en que no le faltara ni le sobrara nada; pusiste atención en que pesara lo que debía pesar. Durante meses te encargaste de velar por él como por ti mismo. Si va a nacer, encomendabas, que nazca bien.

Pareces un enamorado. No duermes, recoges flores, las hueles, recuerdas melodías y cantas hasta dormido solamente porque escribiste un libro, lo terminaste o lo publicaste. Lo hiciste con la aplicación y la inseguridad con que creaste el primero, aunque esta vez no fuera el primero, y le diste todo lo que tenías por si fuera a ser el último que crearas, aun cuando no lo fuera, sin certidumbre de que no habría de serlo. Sin esperanzas, pero ciertamente no desesperanzado.

He visto a las mamás. Con el recién nacido en un brazo, desean en voz a otro para el otro brazo. "Me falta otro", repiten, satisfechas y al mismo tiempo insaciables. Porque eso es; tienes todo, pero quieres más.

Tontos como los poetas, capaces de hablarle a la luna, así nos ponemos los escritores tras publicar un libro, escribirlo, terminarlo, iguales a una mamá con su recién nacido, sonrientes, pero llorosos y quejumbrosos, bobos; me-lancólicos, inexplicables, incomprendidos.

A pesar de que sabes que, así como es, ha sido y será, en cuanto la voz te llama, acudes, de nuevo cedes a lo que ha sido con tal de volver a crear.

 
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