Usted está aquí: sábado 27 de enero de 2007 Opinión Luces de Rossi

Juan José Reyes

Luces de Rossi

La presencia de Alejandro Rossi ilumina, como un faro y a la vez como un centro de gravedad, la vida intelectual mexicana. De Rossi se reconoce primero su inteligencia reposada y fulgurante a un tiempo, una excepcional capacidad analítica que lo mismo se despliega en el campo, extraña y afortunadamente claro en este caso, de la semántica filosófica (ver Lenguaje y significado, Fondo de Cultura Económica, 1989) que en el tramado de narraciones donde priman lo imprevisto y lo azaroso y donde puede reinar sólo, acaso, la conjetura. Sus exploraciones están dominadas por un rigor extremo; en ellas no valen desvíos o siquiera atajos, cuando ocurren en los caminos abiertos por Husserl, Wittgenstein, Russell o Strawson desde diferentes perspectivas de la semántica. ''La filosofía que tiene sentido para él", ha escrito Juliana González, ''es aquella que discurre en el orden de la más sutil abstracción, en la pureza y nitidez unívoca y exacta del pensamiento formal". Si puede hablarse de un ''pensamiento artístico", de otra parte, pocos casos mejores, más claros, que el de Alejandro Rossi para hallarlo en la concepción y la realización de textos perfectos.

Hace unos meses apareció Edén (Fondo de Cultura Económica), una novela imaginativa y compuesta como un movimiento sinfónico y que es registro memorioso con abundantes elementos autobiográficos. La vida va dándole nombre a todo, a las cosas y a los hombres, como puede saberlo el propio personaje, Alejandro Rossi, niño y adolescente viajero, establecido en una familia de largo linaje y de inteligencia intuitiva y alerta. Aquel personaje va descubriendo que casi nada ocurre según infaltables previsiones, que los deseos se entreveran con la realidad confusa o dura o tocada por la felicidad, que el pasado, como el presente, es la raíz incierta de futuros improbables. La vida cursa sin rectoría externa, y sigue órdenes que en ocasiones parecen dispuestos sobre todo para dar cauce a lo sorpresivo. Al ingresar a El Colegio Nacional, hace unos años, Rossi dijo un texto espléndido (recogido en Cartas credenciales, Editorial Joaquín Mortiz, 1999) en el que da cuenta de la diversidad de los terrenos que pisa o de las aguas en que navega. Hombre de palabra, ha acabado optando, ¿o debería decir que no ha tenido más que hacer?, por andar por el campo de la literatura. ''Si soy franco", escribe, ''debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales (...) Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable".

Miembro de una generación de escritores formidables, como Sergio Pitol o Juan García Ponce, Rossi es también, junto a José de la Colina, otro compañero suyo y autor de una prosa briosa y sabia, un prosista de excepción, creador de una escritura que deslumbra por su fluidez, su firme y suave consistencia, su imaginativa precisión adjetival, su mantenido ritmo exacto, una prosa ''nítida y transparente", como escribió Octavio Paz (su amigo, compañero), en la que ''se mezclan con endiablada perfección las cualidades más opuestas: la claridad y el misterio, la melancolía y el guiño irónico".

Ahora Alejandro Rossi ha ganado, por Edén, el premio Xavier Villaurrutia, la mayor distinción que se otorga en nuestro medio por su habitual justicia y por ser discernida sólo por escritores, compañeros de camino. Da gusto.

 
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