La canción de Robert Schumann
La seriedad del artista es una de las cosas más serias que hay. No todos los artistas la tienen, y muchos de los mejores no la necesitan. Pero los que la poseen o son poseídos por ella, vida y obra suman una demandante necesidad que debiera ser dos cuando menos. Robert Schumann fue presa de una canción incesante que lo obligaba a quererla mejor más allá de lo humanamente posible. Ambición similar a la del santo. El arte puro, las piezas de piano que pastan en el prado universal, a donde también Chopin llegaría, pero Schumann no podía ser nadie más que él mismo, aunque quisiera. La esquizofrenia era imposible.
La carga del músico absoluto es grande, y devora como ninguna otra pasión del mundo, salvo el amor. Ya ven Schubert, más cabeza que cuerpo, y sin embargo invitado a episodios de ligereza y celebración, entre gente que libaba con y para él. Igual que Mozart, la pasión lo devoró enterito. Pero se dieron tiempo para sonreír en sus frágiles humanidades jóvenes.
No Schumann. En su caja de resonancia habitaban la ternura, la entereza, la emoción ante la naturaleza viva de un bosque, un lago, un paseo por las calles de Viena. La gravedad cruel de los dolores, la arrebatada luna fáustica que tanto daña la salud, peor que un mal hábito, como el tabaco o el alcohol. La lucidez estética que sabe distinguir una verdad de otra. El enamoramiento al límite de la intérprete de su alma, dominada ella misma por pasiones propias. Una cierta noción de Dios despiadada y pocas veces contemplativa.
Esto y más poblaba las comarcas de su música. No el humor. Si un allegro le abría paso a la forma sonata, había de ser affetuoso, y el final vivace, una obligación reparadora. Tenía lugar para la sonrisa los momentos de epifanía gozosa que, como todo poeta, Schumann siempre conoció, mas no para la risa, y mucho menos la carcajada, que es siempre tan hambrienta y desencajada.
Por sublime que fuera la gracia alcanzada, no lograba que le cayera en gracia.
Los dedos entorpecidos hacían que su mente necesitara otras manos, se pensara en su intérprete, la de los inagotables recursos expresivos, la virtuosa que las partituras de Robert Schumann necesitaban para existir. Hasta da risa.
Momento. Guardemos unos instantes el silencio. Multiplicó la poesía de su tiempo en lieder envidiables. Y nos alimenta el pecho con tantísimas canciones sin palabras. No recibió el reconocimiento que esperaba. ¿Cómo hubiera podido ser?
Pero se robó el fuego. Ni parvadas de buitres devorándole el hígado y las tripas por toda la eternidad, ni la burla de los envidiosos, ni los celos por su notable amada, ni el asalto final a su fortaleza interior le quitaron jamás lo bailado, la canción que se cumple.