Luchan por seguir recibiendo recursos del Procampo
Soledad y carencias, legado de las esposas de migrantes
Ampliar la imagen Migrantes mexicanos a su regreso, en el aeropuerto de Guadalajara Foto: Arturo Campos Cedillo
Pánuco, Zac., 13 de diciembre. Todas las mañanas, antes de iniciar las labores de su casa y después en el campo, María de Jesús pedía al Niño de las Palomitas y al Santo Niño de Atocha que protegieran a su esposo y que ''tentaran su corazón'' para que regresara a su pueblo, con su familia; así lo hizo durante cinco años. Pero se cansó.
Un día de 1999, recuerda, dijo que se iba a Estados Unidos porque aquí, con el cultivo del chile, ya no había futuro. Su esposo la convenció de que se quedara; le dijo que le enviaría dinero y todo sería mejor. Los dos primeros años volvió, estuvo algunas semanas y la última vez sólo dijo: ''ahorita vengo, y desde hace cuatro años no le veo la cara'', lamenta.
''Estoy sola y a veces me digo: ¿qué espero? Supuestamente se vive para esperar al esposo que se fue a trabajar al otro lado, pero yo no sé si él quiere volver o si se acuerda de mí''.
En la comunidad El Pozo, sentada en el patio de la sencilla casa que nunca estuvo a su nombre y que su esposo hipotecó por 100 mil pesos pocos meses antes de irse por segunda vez a Estados Unidos, María de Jesús detiene las lágrimas y aunque habla pausadamente no puede evitar que la voz se le corte al recordar los primeros años que se quedó sola con sus tres hijos.
''El más chico estaba en la secundaria, y aunque mi esposo a veces me enviaba 100 dólares cada 15 días yo trabajaba en la colecta, separación por calidad y encostalado del chile, de diciembre a febrero que es la temporada, por la que me pagaban 100 pesos al día. Además seguía sembrando cuatro hectáreas (dos de riego y dos de temporal) con maíz o fríjol para no perder el Procampo (Programa de Apoyos Directos al Campo) que estaba a nombre de mi esposo, pero el dinero no alcanzaba.''
Se sentía, dice, ''en el vacío''. Hasta que un día su hermano le dijo: ''Aprende a vivir sola''. Eso la hizo pensar e iniciar la batalla para perder el temor y la vergüenza que le daba tratar con la gente. Entonces empezó a hacer lo que sabía: gelatinas, choco-bananas, hielos de sabores; después a vender ropa usada, zapatos e ir al tianguis de Calera a ayudar a una hermana a vender verdura y fruta.
Originaria del poblado La India e hija de campesinos, María de Jesús Robles Ramírez afirma: ''El campo ya no da para vivir. Se invierte y no se saca''. Pero no se da por vencida: en 2004 logró que su esposo firmara un documento para cederle los derechos del Procampo y en 2005 el subsidio ya llegó a su nombre.
De las pocas ganancias que obtiene, dice, ayuda a su hijo para que siga cultivando chile. ''En este año le di como 13 mil pesos para que comprara el veneno para las plagas, el fertilizante, pero es muy alto el pago por la electricidad que se usa por bombear el agua del pozo. Lo ayudo porque quiero que se quede aquí, que no se vaya a Estados Unidos.''
Eso del sueño americano, dice, es una mentira, una pesadilla. ''A mis 38 años siento que mi vida está rota. Mi poca esperanza es que mis dos hijos que siguen aquí no se vayan, como lo hizo Alfredo, el menor. El 15 de julio del año pasado, en la fecha de mi cumpleaños, se fue a Milwaukee con su padre. No importó el esfuerzo que hice para que estudiara.
''Sé continúa con un dejo de tristeza que podría quedarme totalmente sola, pero tengo que seguir viviendo. Trabajaré en lo que salga''. Voltea la vista hacia los montones de chiles ya separados que otra mujer mete en diferentes costales para que su hijo los lleve a la bodega de un comprador en la comunidad colindante.
Es tal la desesperación por la ruptura familiar que, dicen, Felicitas, una mujer de 60 años, se fue de mojada en 2004 para ''ver a su hija, de quien no sabía desde hace ocho años''. Eduwiges otra de las mujeres de esta comunidad cuyo esposo se fue a Estados Unidos y participa de la conversación en casa de María de Jesús, se sobresalta y afirma que no haría eso. ''Sólo de pensar en la migra, en los maltratos, en los abusos, mejor me quedo aquí con mi pobreza, pizcando chile, sembrando el campo, aguantando el temporal''.
En el ejido El Maguey, municipio de Zacatecas, adonde se llega después de una caminata de kilómetro y medio porque el transporte público es muy escaso, se ven casas y parcelas abandonadas. Aquí la migración de los hombres y el trabajo de las mujeres en el campo es un hecho cotidiano. Noemí Rodarte Rodríguez narra que desde hace 27 años su esposo va y viene de Estados Unidos y ella ayuda a la siembra del frijol y del maíz en diez hectáreas y a la recolección de avena. ''En el campo se pierde; pocas veces se gana. Sigo sembrando porque de allí sale el maíz y el frijol para la familia y porque si no lo hago se pierde el Procampo''.
En temporada de siembra sale a las seis de la mañana y regresa a la una de la tarde; prepara la comida, lava, limpia la casa y, cuando se le requiere, ayuda a hacer la mezcla para levantar algún pequeño muro o cuarto.
''No estoy de acuerdo en que se tengan que ir allá (Estados Unidos), en donde los tratan mal y no hay mucho trabajo, pero es la necesidad lo que empuja. Mi hijo de 21 años está en el otro lado, pero mi deseo es que mis hijas tengan una vida mejor, que no se queden en el campo, pero que tampoco tengan que emigrar al norte''.