Usted está aquí: jueves 30 de noviembre de 2006 Opinión En defensa propia

Soledad Loaeza

En defensa propia

Nada ilustra con más fuerza las tendencias hacia la fragmentación de nuestra vida política que la furibunda defensa de los intereses particulares en la que están empeñados, entre otros, los ricos, los líderes sindicales, los sindicalizados, las cúpulas partidistas, pero, sobre todo, el PRD. Sus estrategias de lucha denotan la fiera determinación de imponerse a los demás en nombre del pueblo, pero olvidan que el pasado 2 de julio obtuvieron el voto de algo más de 15 millones de mexicanos, y que los 25 millones restantes eligieron a candidatos distintos de los suyos. Peor todavía, según encuestas recientes el voto perredista se ha venido abajo en los últimos meses, de suerte que hoy representa algo así como 16 por ciento del electorado. Esta sería la proporción de lo que habría que llamar el "pueblo perredista", una comunidad excluyente de la cual no formamos parte la mayoría de los mexicanos. De suerte que carece de valor actual el argumento perredista de que sus acciones están respaldadas por las cifras de la pasada elección.

Uno de los rasgos distintivos del pueblo perredista es la creencia de que puede, sin más, expropiar espacios y símbolos que son de todos los mexicanos, pero que ellos se han apropiado como hacen los vecinos abusivos que cierran calles o los franeleros que fijan con cubetas los límites de estacionamientos privados en la vía pública. En el verano el PRD despojó a los habitantes de la ciudad de México de una avenida emblemática, con el apoyo del gobierno local; el Zócalo ha sido privatizado por las clientelas de ese partido; y ahora los perredistas están tratando de hacer lo mismo con el Palacio Legislativo. Algunos, incluidos los líderes del PRI, en aras del apaciguamiento, están dispuestos a aceptar las expropiaciones. Sin embargo, avalar la decisión de cerrar las puertas del Congreso al presidente de la República equivale a espetarle un "aquí, no entras", que debilitaría gravemente al Estado mexicano. Además, no hay ninguna garantía de que ceder a las exigencias del PRD mejoraría el ambiente político, el cual quedaría dominado por las provocaciones de los envalentonados perredistas que habrían puesto nuevamente límites a un presidente que no consideran suyo.

La acción de los legisladores panistas que el pasado martes se lanzaron a ocupar la tribuna en San Lázaro puede entenderse como la defensa de un espacio que es de todos los mexicanos frente a las innegables intenciones del PRD de posesionarse de él como lo han hecho una y otra vez. Ahora, como vírgenes ofendidas los líderes de ese partido se escandalizan ante lo que denuncian como una agresión, y se hacen los disimulados respecto a las amenazas que han estado profiriendo desde el 3 de julio de que impedirán la transmisión constitucional del poder. Digan lo que digan, para muchos de nosotros es imborrable la imagen televisada del vocero del PRD, Gerardo Fernández Noroña, quien feliz y muerto de la risa anunció hace unas semanas que ellos, los perredistas, decidían quién entraba al Palacio de San Lázaro. Es decir, que este partido se reserva el derecho de admisión nada menos que a la Cámara de Diputados, como se lo hicieron probar en un despliegue de arrogante autoritarismo al presidente Vicente Fox. Lo sorprendente es que haya tardado tanto la reacción a esta inadmisible postura del PRD, claramente violatoria de la Constitución.

Por lo que representa y evoca en nuestras mentes, la ceremonia del primero de diciembre en el Palacio Legislativo tiene un poderoso significado simbólico que no guarda proporción con la trivialidad que sugieren las formas, la tela de las banderas, las curules, los micrófonos y el podium. Todos lo sabemos y de nada sirve minimizarlo. La transmisión formal de poderes sugiere la vigencia de la Constitución, la prevalencia de la ley y del interés general por encima de los intereses particulares, la continuidad republicana, y mucho más. Precisamente por todo lo que significa los perredistas quieren echarla abajo, por eso están disputando un capital simbólico que en sus manos sería de inmediato utilizado para engordar sus denuncias de supuesta ilegitimidad del nuevo gobierno y confirmar su apropiación de la República.

Si de aprender de los errores del pasado se trata, Felipe Calderón no puede seguir los pasos de su antecesor en materia de símbolos nacionales, en la que el presidente Fox ha mostrado una insensibilidad a prueba de balas. El futuro recordará que una botella de Coca-Cola miraba hacia Los Pinos desde lo alto de un asta colocada en el parque de juegos de Chapultepec, como si el gobierno que ahora termina se hubiera acogido a su sombra, o por lo menos al estilo de la empresa productora del refresco. Sin embargo, es probable que como símbolo del sexenio que termina quede el águila mocha, el mayor desacierto que intentaron imponernos los mercadólogos foxistas, porque sugiere una patria cercenada, un ave que se hunde paralizada en el vacío, y que trataron de sustituir con la bota de fantasía de un faux vaquero. El presidente Calderón estaría faltando a su encargo de gobernar para todos los mexicanos si aceptara que una fracción de los legisladores le cortara las alas antes de alzar el vuelo.

 
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