Usted está aquí: jueves 30 de noviembre de 2006 Opinión Traición sexenal

Editorial

Traición sexenal

Hoy es el último día de un gobierno que arrancó con expectativas sociales sin precedente y que llega a su término en medio de una catástrofe nacional también sin parangón en la historia moderna de México. El 2 de julio de 2000 y el primero de diciembre de aquel año la sociedad mexicana logró la alternancia en la Presidencia de la República.

En los seis años transcurridos desde entonces el ciudadano que recibió el mandato de conducir el país a la normalidad democrática, Vicente Fox Quesada, dilapidó un capital político como el que no había tenido ningún presidente entrante, encabezó una tarea de destrucción sistemática de las instituciones de la República, permitió la permanencia de la corrupción administrativa, pactó con los sectores más turbios del viejo aparato priísta, pervirtió su propia investidura al ejercerla en forma matrimonial, derrochó recursos públicos con una frivolidad insultante, hizo imposible la colaboración del Legislativo con el Ejecutivo, sometió al Judicial, liquidó la política exterior del Estado mexicano, elevó la mentira y la simulación a rango de discurso oficial ­Foxilandia­, manejó la procuración de justicia con sentido partidista y faccioso, se sometió a conciencia a los dictados de la Casa Blanca, consiguió un grado de indefensión nacional nunca antes visto en la relación con Estados Unidos, intervino sin ningún pudor en el proceso electoral de este año y con ello traicionó las esperanzas democráticas de millones de mexicanos y condujo al país a una crisis política alarmante y a una fractura social que habría podido evitarse. Por si fuera poco, en el tramo final de su administración echó mano, a falta de habilidades políticas, de la represión y la persecución de opositores.

El saldo social de la Presidencia foxista no es menos desastroso que el institucional. El primer gobierno panista no resolvió en seis años lo que había prometido solucionar en 15 minutos ­la injusta y oprobiosa relación entre el Estado mexicano y los pueblos indios del país­; los sistemas públicos de educación y salud experimentaron un deterioro que no puede verse sino como un designio de desmantelamiento para abrir nuevos mercados a los intereses empresariales privados; la cultura ­la industria editorial y el cine son casos particularmente dramáticos­ ha sufrido un embate implacable desde el poder; la marginación y la pobreza, derrotadas en el discurso, llegan a este fin de régimen tan extendidas y lacerantes como a principios del sexenio; la destrucción del tejido social ha proseguido, implacable, y hoy son más numerosos que hace seis años ­aunque su desamparo permanezca intacto­ los mexicanos que emigran a Estados Unidos por falta de oportunidades de vida o márgenes de sobrevivencia en su propio país; con este gobierno el país cayó varios lugares en las tablas internacionales de salud, educación y calidad de vida en general; la ofensiva consigna de dar a cada ciudadano "vocho, changarro y tele" se reveló, a la postre, como un embuste vacío antes incluso de que desapareciera del mercado el modelo de automóvil económico al que hacía referencia la expresión.

El foxismo ha presentado la pretendida estabilidad económica como un logro propio y trascendente. Pero lo que la Presidencia llama estabilidad es en realidad estancamiento: una circunstancia en la que el crecimiento económico resulta insuficiente, y hasta irrelevante, para generar empleos y reactivar el mercado y la producción. Por lo demás, la ausencia de sobresaltos financieros y cambiarios se explica no por una buena gestión gubernamental sino por dos factores principales: los ingresos inesperados por las altas cotizaciones internacionales del petróleo y las remesas de los trabajadores mexicanos en Estados Unidos. Ante la primera de esas circunstancias el gobierno que hoy llega a su término dilapidó recursos públicos incuantificables en forma por demás opaca y sin preocuparse por aliviar, así fuera parcialmente, el ruinoso estado de la industria petrolera nacional; en cuanto a la segunda, se fundamenta en el sufrimiento de millones de connacionales que se ven obligados a separarse de sus familias, a alejarse de sus lugares de origen y a enfrentar peligros mortales y atropellos innumerables sin que las autoridades de su país muevan un dedo para evitarlo. Por lo demás, se mantienen los índices de desempleo y pobreza heredados de las presidencias priístas y se ahondó de manera alarmante la desigualdad económica. En el curso de este sexenio el país perdió competitividad, rentabilidad y masa económica en general.

En cuanto a la vigencia de la legalidad, en estos seis años la autoridad del Estado ha cedido extensos territorios a la delincuencia organizada, la seguridad pública se ha vuelto una utopía inalcanzable, la Procuraduría General de la República se ha dedicado a la vergonzosa actividad de fabricar culpables, ha florecido la impunidad y se vive una regresión exasperante en materia de derechos humanos.

Por donde quiera que se le juzgue, el gobierno que encabezó Vicente Fox ha sido un gobierno de traiciones: a sus propias promesas, a las expectativas que generó, al mandato otorgado en 2000 por la ciudadanía, a la soberanía nacional, a las esperanzas de bienestar, democracia, justicia, seguridad y equidad, a los postulados del viejo panismo: sufragio efectivo, federalismo, austeridad, observancia de la ley, honradez administrativa, decencia política. Con estos saldos a la vista, habría que alegrarse ante el fin del sexenio. Pero, por desgracia, el foxismo deja al país en un estado de postración, descomposición, incertidumbre, bancarrota institucional y confrontación, y lo que viene no será necesariamente mejor, y ni siquiera menos malo, que lo que hoy termina.

 
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