Usted está aquí: sábado 28 de octubre de 2006 Cultura Tata Vasco: ópera revisionista

Juan Arturo Brennan

Tata Vasco: ópera revisionista

En el contexto de la conmemoración del cincuentenario luctuoso del compositor michoacano Miguel Bernal Jiménez (1910-1956), me parece un acierto que la Opera de Bellas Artes haya decidido poner en escena, aunque sea sólo en un par de funciones, la ópera Tata Vasco, una de las partituras más emblemáticas de su autor. (Y la Lady Macbeth de Shostakovich, ¿para cuándo?). Dado el sitio que ocupa Bernal Jiménez en el contexto histórico de nuestra música, no cabe duda de que Tata Vasco es una ópera importante. Sin embargo, ello no implica automáticamente que sea una buena ópera.

En tanto teatro, una ópera sólo es completa y satisfactoria en la medida en que su libreto es un buen texto dramático y/o poético. En este caso, no hay tal: el libreto de Tata Vasco, escrito por Manuel Muñoz, es uno de los textos más abominables jamás escritos para una ópera. Y lo es no sólo desde el punto de vista de su forma, sino también, de manera aún más relevante, de su fondo y contenido.

Escrito en una rima obsesiva y chabacana, el libreto de Muñoz carece por completo de cualquier flexibilidad poética; es un libreto muerto al nacer, que no respira, que no se mueve, que no va a ningún lado.

El grave problema que este atroz libreto ha causado a Tata Vasco está en el hecho de que Bernal Jiménez se vio constreñido por las limitaciones del paupérrimo texto, y a lo largo de toda la ópera son evidentes sus esfuerzos (no siempre exitosos) por sustraerse a las mecánicas y forzadas rimas propuestas por Muñoz.

Si la forma del libreto, que parece una mala lección de catecismo dominical, es cuestionable, su contenido e intención son francamente impresentables. Lo que escribió Muñoz, musicalizado sin reparo alguno por Bernal Jiménez, es ni más ni menos que una apología del conquistador, una vergonzante defensa de la sumisión, una justificación injustificable del exterminio y el despojo y, finalmente, una glorificación a ultranza del papel de la Iglesia católica y sus enviados en el sometimiento de los pueblos indígenas. Más allá de que Vasco de Quiroga haya sido (o no) un fraile menos violento, venal y mendaz que la mayoría de sus colegas, su papel "heroico" en esta ópera de Muñoz y Bernal Jiménez se reduce a dar unas cuantas instrucciones muy simples para los purépechas:

1.- Perdonar la masacre perpetrada por Nuño de Guzmán y poner la otra mejilla.

2.- Bautizarse, casarse por la Iglesia y evitar vivir en pecado. Y claro, reproducirse prolíficamente.

3.- Olvidar idioma, religión, tradiciones, usos y costumbres, y asimilarse plenamente a la cultura del conquistador.

Como si todo esto no fuera suficiente, el ñoño y moralista texto propone, como gran final de la ópera Tata Vasco, que el epónimo fraile festine descaradamente el haber convertido a los purépechas (es decir, a los que tuvieron la suerte de sobrevivir a la masacre), en artesanos fabricantes de chucherías, surtidores avant la lettre de hipotéticas sucursales del Fonart. Una de las pruebas más contundentes de la torpeza cabal del libreto escrito por Muñoz para Tata Vasco está en el hecho de que el villano Petámuti se muere fulminado por un rayo hacia el final del tercer cuadro. En ese momento, se acaba cualquier tensión dramática posible, y el resto de la ópera (dos cuadros y pico más) es mero relleno decorativo, utilizado para reiterar cansinamente los abyectos postulados ideológicos de Tata Vasco. (Sí, es el cincuentenario luctuoso de Bernal Jiménez, pero también es un período inquietante de ausencia de un concepto cabal de nación. ¿Mera coincidencia?). Se trata, en suma, de un libreto paternalista y condescendiente, marcado por aromas de incienso rancio, sotana apolillada y confesionario encerrado.

En lo musical, Tata Vasco es una muestra clara del nacionalismo mestizo (que en ocasiones deriva al nacionalismo criollo) de Bernal Jiménez. Así como hay algunos momentos logrados, como los alabados o el romance renacentista cantado por un trío de frailes, hay otros muy desconcertantes, como aquel en el que la música que acompaña los votos de amor entre Coyuva y Ticátame se parece mucho a una jota aragonesa. En la función del martes, sólo Jesús Suaste, Violeta Dávalos y Martín Luna cantaron sus papeles con enjundia e intención. Y entre otras carencias, extrañó que el coro infantil no haya estado a la altura de otras presentaciones operísticas en las que ha participado. Se agradece, al menos, el interesante intento de actualización de los elementos escénicos, a cargo de Sebastián.

PD: El domingo pasado, mientras paseaba por el Centro, decidí entrar a Bellas Artes para adquirir, de una vez, mi boleto para el Tata Vasco del martes. ¿Segundo piso? Ni un boleto, todo agotado. ¿Primer piso? Ni un boleto, todo agotado. Eso nos dijeron tajantemente (a mí y a varios más) en las taquillas del Palacio. Adquirí uno de tercer piso, hasta allá arriba. Y el martes, claro, me pude sentar donde me dio la gana, porque tanto el primer piso como el segundo estaban semivacíos (o semillenos, como se prefiera). La pregunta, ciertamente necesaria, suena a título de mala comedia gringa: Y, ¿dónde están los boletos?

 
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