Usted está aquí: jueves 12 de octubre de 2006 Opinión Lou, la sibila de Hainberg

Olga Harmony

Lou, la sibila de Hainberg

Lou Andreas-Salomé (1861-1937) es una de esas mujeres que han trascendido más como pioneras de la lucha por la emancipación femenina, por su libertad y su rechazo al matrimonio que veía como una traba hasta que consintió en un casamiento blanco con el orientalista Friedrich Carl Andreas, y por sus relaciones con hombres muy ilustres, a pesar de que es autora de varios libros, la mayoría, curiosamente, dedicados a sus amigos y amantes, a excepción del ensayo acerca de Ibsen, cuyas heroínas emancipadas le dieron la pauta vital, llevada esa libertad a extremos que nunca tuvieron las mujeres ibsenianas, aunque prefirió antes que el contacto sexual con los grandes hombres el platónico amor a sus ideas. Hija de un noble oficial ruso, recorrió medio mundo, viajó con Rainer María Rilke un par de veces a Rusia, en Roma conoció a Nietzsche y ya, mujer de 50 años, deslumbró a la Viena finisecular, a donde fue para conocer a Sigmund Freud -quien dijo de ella que se trataba ''de una mujer de inteligencia peligrosa"- del que fue discípula y cuya hija analizó, para terminar en la casa marital de Gotinga, en donde se dedicó a la terapia, la hipnosis -por algo la llamaban ''la bruja de Hainberg"- y los estudios de las diferentes clases de yoga. En nuestra dramaturgia ya la habíamos podido ver como uno de los personajes de Feliz nuevo siglo, doctor Freud de Sabina Berman en donde es la voz femenina que refuta muchas veces a su maestro. Ahora Beatriz Martínez Osorio -de cuya escritura no poseo información previa- la presenta en Lou, la sibila de Hainberg a punto de morir, en los albores del nazismo, en compañía de su discípulo y confidente Ernst Pffeifer, cuando a través de sus remembranzas se le aparecen los fantasmas del pasado.

Es interesante el planteamiento de la autora y se advierte una minuciosa investigación previa, pero tiene algunas fallas dramatúrgicas a pesar de que entremezcla los tiempos y lugares. Como mayor falla encuentro esa manera de la aparición de los diferentes personajes a partir de que se hace mención a ellos, lo que es muy obvio y se hace monótono, y pienso que con algo más de oficio se podría haber logrado un texto más redondo. El lenguaje, en cambio, es bello y apropiado a la época y a los personajes. Beatriz Martínez Osorio hace que aparezcan el padre, Gustav von Salomé, atribuyendo una fijación de Lou hacia él que ignoro si esté bien fundamentada analíticamente; a su mentor Hendrik Gillot, que se enamora de ella cuando apenas contaba 17 años, a Nietzsche y el amigo de ambos, Paul Rée con los que intenta una convivencia de tres que termina porque los dos hombres se enamoran perdidamente de ella, que los rechaza, llevando a Rée al suicidio porque no soporta su papel de amigo idealizado; a Rainer María Rilke, cuyo amor aparentemente sí correspondió y a otros personajes.

La dirección estuvo encomendada a Claudia Ríos, con una imaginativa escenografía de Matías Gorlero, también responsable de la iluminación, consistente en una chaisse long y algunos cuidados muebles pequeños, un ropero, maletas y libros apilados por todas partes, con tres puertas corredizas que se abren a un horizonte y que serán accesos para sus fantasmas, así como el ropero, en una tarima rodeada de hojas secas que pueden significar jardín o ser símbolo del recuerdo, con el muy apropiado vestuario de Cordelia Dvorak y la musicalización de Alejandra Hernández. Claudia Ríos mueve con muy buen trazo a sus actores, ya sea en el área del cuarto de Lou, ya sea en el área de las hojas secas que es mayoritariamente la del recuerdo y tiene sugestivos aciertos, como es dotar a Rilke de un ramo de rosas que nos remiten, sea intencionalmente o no, a la muerte del poeta por el pinchazo infectado de la espina de una rosa.

Adriana Roel es una excelente Lou Andreas-Salomé que no finge niñerías ni en el momento de su infancia cuando baila sobre los pies del padre, ni en la escena con el pastor Gillot, sino que da todos los momentos a base de actoralidad, con los matices propios del instante. Los actores varones están un peldaño -alguno, como Humberto Solórzano varios peldaños- abajo de la actriz protagónica, aunque vale destacar a Eugenio Cobo en sus variados roles y a Fidel Monroy como el fiel Pfeiffer y anotar que Antonio Araiza y Lucio Herrera cumplementan con bien sus papeles dobleteados.

 
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