Editorial
Oaxaca: un muerto sobre la mesa
En momentos en que el diálogo entre la Secretaría de Gobernación y la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) parece abrir la perspectiva de una solución a la crisis que se vive en esa entidad, y cuando se disipan, así sea coyunturalmente, las tentaciones represivas del poder público, fue muerto a cuchilladas, en la capital del estado, el maestro Jaime René Calvo Aragón, integrante del Consejo Central de Lucha (CCL), organización confrontada con la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y con la propia APPO. De inmediato, estas organizaciones, promotoras de la salida de Ulises Ruiz del gobierno de la entidad, fueron señaladas como responsables del homicidio por los grupos que apoyan al todavía gobernador.
En forma casi simétrica, mientras que los representantes de la APPO y de la sección 22 del SNTE recibían de manos del secretario de Gobernación, Carlos Abascal Carranza, una propuesta orientada a resolver la crisis oaxaqueña de manera pacífica, los senadores del Partido Revolucionario Institucional y de Acción Nacional se empeñaban en seguir retrasando el análisis de la situación en la entidad, porfiando así en la determinación que desde hace meses han sostenido ambos partidos de dejar que el conflicto se siga pudriendo y se agrave hasta el punto en que una salida represiva sea vista como lógica, justificada y hasta necesaria.
Hay elementos de juicio para pensar que el gobierno federal ha concluido, por ahora, que es indeseable el envío de una fuerza policial, y acaso también militar, contra los integrantes del movimiento que controla buena parte de la capital oaxaqueña y que ha relegado a Ruiz Ortiz a mero dirigente de grupos de choque. En las filas del partido gubernamental se fortalece la idea de que la solución a la crisis pasa necesariamente por la dimisión del político priísta. Es inocultable, por lo demás, el contraste entre las declaraciones tranquilizadoras del titular de Gobernación y las reiteradas exigencias del aún gobernador oaxaqueño de que el gobierno federal lo respalde con el uso de la fuerza pública.
Un elemento de contexto que no debe soslayarse es la creciente insistencia de llamados líderes de opinión de que la Federación eche mano de los mecanismos coercitivos y represivos contra los opositores oaxaqueños para hacer respetar el estado derecho. Tal exigencia sería plausible si previamente esos mismos opinadores la hubiesen dirigido a los gobernantes que, por muchos años, han vulnerado la legalidad en forma sistemática y que han provocado, con ello, la crisis política en la que se debate actualmente el país. De hecho, si el propio Ulises Ruiz no hubiese ejercido el poder en forma tan atrabiliaria como lo ejerció, Oaxaca no estaría, hoy, en la circunstancia incendiaria en que se encuentra.
La vigencia del estado de derecho requiere de consensos que fueron sistemáticamente destruidos por la oligarquía política y económica, y que no pueden restablecerse por imposición policial y militar, sino que requieren de una transformación profunda de los vicios y miserias que caracterizan al poder público. En este sentido, los clamores legalistas que se hacen escuchar en el aparato mediático parecen meras justificaciones por anticipado de medidas represivas y autoritarias que, en lugar de restablecer el imperio de la ley, reforzarían la primacía de la ley de la selva, como ocurrió recientemente en Texcoco-Atenco.
El asesinato perpetrado ayer en la ciudad de Oaxaca pareciera ser un pedido mucho más brutal de mano dura. Cabe esperar que, a pesar de todo, la sensatez y el civismo terminen por conducir la búsqueda de soluciones. La vía abierta ayer en Bucareli es una esperanza que apunta en esa dirección. Ojalá que prospere.