Usted está aquí: domingo 17 de septiembre de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

La Negra

Era pequeña, delgada, oscura y luminosa al mismo tiempo. No ocupaba demasiado espacio y, sin embargo, desde que la Negra se fue me parece que toda la casa, en particular esta habitación, se han vuelto inmensas.

Cuando la Negra llegó aquí, hace diez años, la consideré una intrusa. Su discreción y su silencio me irritaban. Para evitarme la molestia decidí alojarla en el rincón más apartado y hacer lo posible para continuar mi ritmo de vida como si ella no existiera.

Mi estrategia fue inútil. Aunque se mantuviese retraída en sí misma, yo sentía la presencia de la Negra. Llegó a irritarme de tal manera que pensé en deshacerme de ella lo más pronto posible. Un amigo que se enteró de mi decisión me aconsejó que, antes de actuar, le diera a la Negra por lo menos una oportunidad de mostrarme su buena disposición y sus habilidades.

"¿Cómo?" "Acércate a ella sin prejuicios y procura entenderla. Al principio te parecerá muy complicada y en algunos aspectos incomprensible; pero después, con el trato, será distinto. Hazme caso. Te aseguro que con el tiempo llegarás a considerarla imprescindible".

El interés de mi amigo me obligó a intentar el acercamiento a la recién llegada. Ordené mis ideas, pensé en lo que quería decirle; pero en cuanto me encontré ante su silencio y su mirada luminosa mis buenos propósitos se transformaron en ansia de agredirla.

Sin pensarlo le asesté un puñetazo. La Negra lanzó una serie de gemidos, como si todo en su interior se hubiera desordenado o roto. Pensé que estaba desfalleciendo, pero enseguida recobró su quietud habitual, su serenidad, su buena disposición. Parecía la misma Negra de antes, excepto por la marca que ostentaba donde le asesté el golpe. Con el tiempo se convirtió en una cicatriz profunda que ensombreció levemente su mirada hasta el último día de su vida.

II

Su existencia junto a mí se prolongó diez años. Fueron de trabajo intenso en que ni ella ni yo tuvimos días festivos o vacaciones. Nunca se resistió a secundarme, pero fue mostrando señales de deterioro cada vez más graves: desórdenes interiores, parpadeos inexplicables. Lo peor fue la parálisis momentánea que la atacaba sobre todo en invierno.

Para aliviarla la sometí a varios tratamientos. Un sábado en que se quedó trabada salí con ella en busca de ayuda y entré al único sitio abierto a las seis de la tarde: una armadora de automóviles. La empleada sacaba facturas de una impresora. Le describí lo que acababa de sucederle a la Negra: "¿Qué hago con ella? Usted debe saberlo". La muchacha sólo movió la cabeza.

Regresé a la casa y consulté la sección amarilla. Marqué varios números y en ninguno obtuve respuesta. Hice lo último que se me ocurrió: le di a la Negra respiración de boca a boca. Aunque lentamente, ella recuperó la movilidad. Creí que el mal estaba superado, pero reapareció en muchas ocasiones, cada vez con más frecuencia y aunque no fuera invierno. Decidí buscar a un especialista de cabecera al que fuese posible solicitarle ayuda en cualquier momento. Gracias a eso la Negra recibió varios tratamientos, pero el último resultó infructuoso: "Lo siento. Ya no puedo hacer nada. La condición en que se encuentra es fatal", me dijo el técnico.

Me sentí en la obligación de interceder por alguien tan constante y leal como la Negra. Sugerí transplantes, pensé en mandarla a Nueva York para que le practicaran cirugía mayor: algo así como un marcapasos o un corazón artificial; cualquier cosa que le prolongara la vida. "Por su misma edad ya no podrá resistir las nuevas tecnologías. Es mejor que se haga a la idea de que pronto morirá".

El diagnóstico era contundente; sin embargo, como se hace en esas situaciones, para sobrellevar la incertidumbre le pedí al especialista que me indicara más o menos en qué plazo podía sobrevenir el final. "No lo sé. Puede suceder mañana, dentro de 15 días, en un mes". Aunque era innecesario, pregunté cuál sería el indicio de que el desenlace se aproximaba: "No le responderá, y si usted insiste es muy posible que ella no retenga nada". Me asaltó otra duda: ¿qué debía hacer en el momento en que llegara el plazo fatal? "Hábleme a la hora que sea: vendré por ella".

III

El fin llegó antes de lo imaginado. No tuve el valor de ver a la Negra tan quieta y oscura, de modo que la cubrí con una chalina de flores. Llamé al especialista. No tuve que explicarle nada. Sacó una bolsa oscura para enfundar a quien durante diez años fue mi auxiliar, mi confidente, mi amiga. "¿Qué sucederá con ella?" El hombre entendió mi pregunta, pero no tuvo respuesta.

Le mencioné la campaña altruista de donación de órganos. Tal vez algo de la Negra podría sobrevivir en un mensaje. "No. Es tan imposible como pretender transplantarle a un niño el corazón de su abuelo". No se me ocurrió ningún otro recurso para cambiar la realidad y acabé por aceptarla.

Permanecí en la puerta de la casa. Mientras el especialista acomodaba el cadáver en el asiento posterior del coche, me di cuenta de que éste sería el primer viaje y también el último de la Negra. Cuando vi que el automóvil se alejaba, sentí el impulso de correr tras él y detenerlo. Era inútil.

Por el momento era más importante regresar al estudio y habituarme a la ausencia de la Negra. Ver su espacio vacío me destrozó. Aun así, me senté en mi lugar habitual y me puse a recordar algunos de los muchos momentos compartidos con la Negra. La evocación me hizo olvidar el tiempo. Me di cuenta de que eran las doce de la noche cuando sonó el teléfono.

Era el especialista. Su voz se oía muy alterada: "Sucedió algo extrañísimo. Saqué a la Negra de su bolsa, la abrí y desde ese momento siguen apareciendo en la pantalla mujeres, niños, camellos, ancianos, casas, comerciantes, artesanos, locos, magos, prostitutas, emigrantes y artesanos que enseguida desaparecen. ¿Tiene idea de qué se trata todo esto?"

Le dije que no, aunque lo sabía: la Negra estaba recordando por última vez los cientos de historias que le conté a lo largo de los diez años en que fue mucho más que mi computadora: mi amiga, mi auxiliar, mi confidente. Desde ahora tendré que aprender a contar mis historias sobre otro teclado. Cada vez que lo pulse recordaré el de la Negra. Terminó con el tabulador carcomido y las letras borradas. En su último suspiro se le desprendió la "a", la letra con la que se escriben palabras tan hermosas como "amor", "amistad", "alegría": sentimientos que la Negra, mi vieja computadora, me inspiró en todo momento y que siempre me inspirará.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.