Sigue la disputa
Los ciudadanos somos libres de tener nuestras preferencias políticas y, cuando es el momento, manifestarlas en las urnas y, también, en las calles. Cómo se establecen los criterios para conformar esas preferencias constituye, sin duda, un amplio campo del conocimiento sobre el individuo y la sociedad y, por supuesto, sobre el ejercicio del poder.
Como ciudadanos puede no gustarnos el gobierno que tenemos o el que tendremos, ese es nuestro derecho y debe ejercerse abiertamente y de manera cotidiana.
La actual disputa política en el país ha expresado de modo palmario muchas de las articulaciones que hay entre la participación ciudadana, el quehacer de los políticos y los partidos, de los poderes y las instituciones del Estado, y de los grupos que representan grandes intereses económicos. Han quedado al descubierto las formas en que se organiza la vida colectiva, en este caso en torno a un proceso esencial como es el de las elecciones.
El curso de los acontecimientos ha seguido su marcha predecible en el marco político que aún define al país. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación emitió su resolución sobre la validez de las elecciones. Ella se sustentó en una serie de argumentos legales, muchos de los cuales, y de manera esencial, no resultan convincentes. Finalmente, es un fallo político que no logra una condición clave que es la de legitimar el resultado de la elección. En las condiciones de una votación tan cerrada y con tantos cuestionamientos le podrían haber dado el triunfo a cualquiera de los dos candidatos. La sentencia queda ahí, igual que los argumentos que la sustentan.
No es un buen argumento legal señalar que no son relevantes las centenas de miles de votos que finalmente no fueron contados. No lo es señalar que hubo actores privilegiados, a saber: el Presidente de la República, el Instituto Federal Electoral y el Consejo Coordinador Empresarial, que intervinieron de modo cuestionable en el proceso electoral, pero ello no repercutió en el resultado.
Argumentaron los magistrados que no se podía evaluar el impacto de las intervenciones que consideraron anómalas sobre el resultado de las elecciones. A decir de los encuestadores, eso es falso, puesto que se midieron los efectos en las preferencias de los votantes en los momentos relevantes.
Todo este asunto se parece a los juicios que pueden verse en las películas o los programas de televisión estadunidenses, donde en el curso de un proceso el abogado defensor, el fiscal o uno de sus testigos señalan algo que es considerado irrelevante por la otra parte, y el juez manda al jurado no tomar en cuenta lo que se ha dicho como elemento válido para sus deliberaciones.
O bien, como las diversas evidencias que, tomadas de manera aislada, no constituyen una prueba de delito, pero que consideradas en conjunto pueden constituir la demostración fehaciente del crimen que se investiga.
El fallo del Tribunal deja abierta una compuerta para la impunidad o, cuando menos, para el abuso en materia electoral y sobre lo cual no se asentó ningún precedente. Eso ya lo había hecho el Tribunal en el caso de elecciones estatales, pero en el caso de la Presidencia fue demasiado grande para aplicar criterios similares.
El estado de derecho no fue bien servido y no se reforzó el sentido de la legalidad y de lo legítimo que requiere un orden social más armónico. No es una buena sentencia en términos cívicos.
La puerta quedó abierta también para que continúe la confrontación y se mantengan los agravios. Igualmente quedó expuesta la cuestión sobre el carácter de las instituciones, esto quiere decir que ellas existen, que tienen una historia y lo que queda pendiente es ¡nada menos!, que encaminarlas por una senda democrática convincente. El déficit con el que nos deja el Tribunal es enorme.
Este sistema institucional está blindado en buena medida por el dinero, es difícil justificar el amparo de la ley cuando los funcionarios tienen salarios que serían impensables en otros países mucho más ricos que éste. Eso ocurre en el propio Tribunal, en el IFE y también en el Congreso. Aquí tenemos otro asunto en el que los ciudadanos quedamos arrollados por los funcionarios y las instancias que dicen representar los intereses colectivos.
Ante todo esto, los ciudadanos también deberíamos preguntarnos sobre la responsabilidad de la otra parte. La Coalición por el Bien de Todos entró al juego electoral bajo las reglas existentes, su cumplimiento o falta de él es parte central de la disputa y del conflicto político que no van a desaparecer.
Pero en un momento dado la coalición llevaba, según las encuestas convencionales, hasta ocho o 10 puntos de ventaja sobre su opositor del PAN, que al comenzar la campaña era realmente un competidor menor y un político en decadencia. A pesar de todos los embates que se hicieron y que ahora cuestionan la legalidad de la elección, la Coalición no fue capaz de sostener su ventaja y ganar de modo decisivo. Sus aciertos y sus errores también están expresados en las encuestas.