Ellos migran y forman nuevas familias; ellas solas deben sacar adelantes a sus hijos
Mujeres indígenas luchan por su desarrollo personal, pese al abandono de sus maridos
Se organizan para enfrentar juntas los trabajos del campo y lograr el sustento familiar
Valle del Mezquital, Hgo. Ser otomí es un orgullo para Cenobia Pérez Bugui; eso le abre más rápidamente las puertas con sus paisanas, a quienes anima a organizarse para que el peso de trabajar la tierra y los quehaceres del campo, además de atender a sus hijos, sea menos azaroso. Desde hace nueve años sabe lo que es quedarse sola y con las remesas tratar de crear un pequeño patrimonio para su hijo.
"En 1995 mi esposo se fue por primera vez a Estados Unidos; entonces vivía en la casa de mi suegra en San Pedro, Capula, caminaba dos kilómetros para llegar al camino donde pasaba el transporte. Después me cambié a la casa de mis padres; mi marido me enviaba cada 15 días dinero para mis gastos. Empecé a juntar algunos pesos para construir mi casa, pero sentía que mi vida se acababa porque estaba sin él y siempre pensaba ¿y si no regresa, qué voy a hacer?", comenta.
"Desde entonces se fue por temporadas largas y regresaba; pero la cuarta fue muy dura para mí porque durante un año no supe nada de él. Conseguí trabajo en una tienda en Ixmiquilpan donde me pagaban 300 pesos semanales y a veces una pequeña comisión si vendía bien, más los pocos ingresos -mil a mil 500 pesos, dos veces al año- por la venta de alfalfa. Algunas personas de la comunidad me decían que mi marido estaba en Atlanta y que allá vivía con otra mujer, que ya tenía un hijo.
"Mi familia sufrió una fractura cuando mi marido se fue a Estados Unidos; cuando regresó empecé a tener muchos problemas como pareja, me golpeaba. Ahora sé que lo que me contaban era cierto.
"Poco antes de que él regresara, hace tres años, empecé a participar en la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas y en el comité de salud de la comunidad; eso me dio más seguridad y me ayudó a sentirme más fuerte, pero mi marido me golpeaba porque salía, aunque yo dejaba limpia la casa, le hacía su desayuno y cena, y cumplía con todos mis deberes de esposa; una vez me dejó prácticamente desnuda fuera de la casa. Ahora ya no me maltrata, pero me dice que quiere regresarse a Estados Unidos y cada vez que escucho ese nombre (del país) me da mucho coraje", termina de narrar su historia.
Cenobia, de 32 años, dice que no va a detenerse. Seguirá ayudando en la organización de las mujeres de la región, para convencerlas de que tomen los cursos que se les ofrecen para cuidar mejor sus borregos, cabras y vacas, para elaborar quesos, y elevar su voz en la comunidad para que se respeten sus derechos y se reconozca su trabajo.
Los campesinos que durante el gobierno cardenista se intentó mantener en sus lugares de origen, con una economía y agricultura de autosubsistencia, que pasaron por el auge de la producción de hortalizas con las aguas residuales de la ciudad de México, hoy buscan irse a Atlanta, Florida y Carolina del Norte, principalmente, ya que allí se han concentrado los habitantes de esta región de paisajes semidesérticos.
Para llegar a El Taxtho, pequeña comunidad de 60 casas donde las mujeres y sus hijas e hijos no mayores de 16 años viven sin sus esposos, excepto una porque su marido ya es un hombre "de mucha edad" -como lo describen ellas--, hay que recorrer a pie cinco kilómetros de un camino serpenteante de terracería y después tener suerte para que pase un transporte, si se lo permite el maquinista que desde hace meses construye el camino de acceso desde Orizabita.
Y aunque las casas de ladrillo de uno y hasta dos pisos dan la impresión de que este poblado es "reciente", existe desde hace ya cuatro generaciones. El sitio es agreste; piedras y huizaches forman el entorno; el zumbido del viento, la música. Aquí el tejido de las historias es casi idéntico: esposos e hijos -hombres y mujeres- de 15 años en adelante se fueron a Estados Unidos, y los pocos jóvenes que quedan emigrarán el próximo año, ya lo planearon y acordaron con familiares que están en el "otro lado".
"Estamos solas, sin tierras laborables, sin animales ni siquiera de granja, porque ¿qué les damos de comer y beber, si apenas alcanza para nosotras?", dicen casi a coro 14 mujeres que se organizaron y solicitaron apoyo a la Secretaría de la Reforma Agraria para instalar un taller de maquila. "Aquí se lucha todos los días, hacemos algunas cositas, pequeñas costuras y a veces tallamos la lechugilla, aunque esto último destroza las manos", comenta María de Lourdes Luis Zenón.
"En febrero se fue otra vez mi Toribio, aquí ya no encontró trabajo y mi hijo de 15 años ya también está preparando su viaje", dice esta mujer que desde las cinco de la mañana inicia sus actividades y cada 15 días camina dos horas y media para llegar a Orizabita, en cuyo mercado adquiere, con un presupuesto de 800 pesos, verduras, maíz, frijol, sopa aceite, jabón, y si alcanza medio kilo de carne para su familia, que consta de tres hijos. En ese presupuesto tiene que calcular el pago de 70 a 80 pesos de transporte.
"Desde hace 10 años que mi esposo se va durante 8 a 9 meses a Carolina del Norte y regresa; cada vez que se va me siento morir, me hace falta su apoyo, su cariño. Y cuando regresa descanso porque dejo de preocuparme por el dinero y por las faenas que tenemos que realizar", cuenta.
Aquí las mujeres han tenido que sacar picos y palas para realizar las faenas que tendrían que realizar sus esposos. Con orgullo afirman que saben hacer mezcla, que participaron en la apertura de las zanjas para el drenaje.
A sus 40 años, Inés Cruz Juárez dice que ya está vieja. Narra que durante 20 años su esposo fue un migrante que permanecía largas temporadas en Estados Unidos y regresaba, sus hijos siguieron sus pasos. "Javier hace seis años que se fue y no quiere retornar porque aquí no tiene trabajo seguro; Jaime se fue hace cuatro años y mi hija Isabel tiene un año fuera; cuando me hablan por teléfono me dicen que viven bien, con eso me conformo."
Paola Calleja, madre de cinco niños -el más pequeño de un año y el mayor de ocho- sueña con poder irse a Estados Unidos para reunirse con su esposo y tener un mayor ingreso para que sus hijos tengan una vida diferente. Es una de las pocas habitantes que tienen cuatro borregos, que, considera, podrían sacarla de un apuro si alguno de sus hijos se enfermara. "Me estoy poniendo vieja temprano", describe, aunque apenas tiene 27 años.
Y mientras las otras mujeres hablan de sus preocupaciones, anhelos y tareas, Pascuala Hilario Cruz borda, con hilo rojo, unos pajaritos en un trozo de tela. Es el tejido otomí que ya poco se ve en la región. Por tres tejidos a la semana obtiene 120 pesos. Su esposo no está en Estados Unidos, pero tampoco puede ya trabajar; sus hijos, de 17 años y 15 años, ya le comentaron que en febrero correrán el riesgo de tratar de llegar a Florida, en donde están sus tíos.
A María Concepción Mayorga y Juana Taxtho Cruz, las une su habilidad para recolectar la lechuguilla, el esfuerzo que significa arrancar las espinosas pencas y tallarlas primero a mano y después llevarlas a una máquina para extraer el ixtle. La primera dejó de realizar ese trabajo y la segunda lo efectúa entre febrero y mayo, aunque tiene que pagar cuatro pesos por cada mata o 700 a mil pesos por una hilera de planta a los propietarios de los terrenos.
"A veces sale una pequeña ganancia, aunque los precios son apenas de 11 pesos por kilo, pero si junto de 50 a 60 kilos ya sale el gasto para la semana"; lo hace porque no hay mucho trabajo, su ingreso lo complementa con bordados por los que les pagan 40 pesos.
Todas las historias de las mujeres de esta región acaban por parecerse. Luchan por sobrevivir mientras los hombres se aventuran por una vida mejor del otro lado del río Bravo.