Paralelos
En el mundo de las especulaciones en el que gustan sumergirnos los lopezobradoristas vale interpretar los pronunciamientos más recientes de su líder como un anuncio de que muy pronto Andrés Manuel López Obrador "podría" autoproclamarse presidente de la república, como hizo en Univisión hace unas semanas. Es posible que lo haga nuevamente el próximo 16 de septiembre. Esto sugiere la convocatoria a la celebración de una Convención Nacional Democrática, cuyo propósito, dice AMLO, es "plantear el fin de la República simulada y construir las bases de un poder democrático" (La Jornada, 21 de agosto, 2006), así como las repetidas referencias al artículo 39 de la Constitución que establece que "El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de gobierno." Aparentemente, el objetivo de esta estrategia es instalar una estructura de autoridad y de representación paralelas a la Presidencia de la República y a la 60 Legislatura del Congreso de la Unión. Poco importa que la propuesta sea excluyente de las dos terceras partes de los mexicanos, como se desprende de los cálculos del propio López Obrador, que en entrevista con el periódico Financial Times publicada el 22 de agosto, reconoció que su movimiento ha perdido apoyo, y que cuenta con la tercera parte de la opinión. De todas formas en el Zócalo él sigue hablando ante sus seguidores en nombre del pueblo de México.
Con base en esta información podemos imaginar un escenario en el que al iniciarse el siglo XXI los mexicanos nos veamos lanzados a un pasado decimonónico en el que reine la confusión producto del surgimiento de presidencias paralelas. La referencia es desafortunada, primero, porque semejante situación, al igual que la que se presentó a raíz de la Convención de Aguascalientes de 1914, fue la expresión de grupos políticos divididos en forma irreconciliable y el preludio de una guerra civil. No obstante, entre aquellas lejanas experiencias -tan lejanas como pueden estar las estrategias de López Obrador de las de Benito Juárez, quien en su momento luchó por la continuidad del Estado- y el presente hay una diferencia crucial: la propuesta de AMLO es un reto al Estado vigente en México, y no una confrontación entre facciones políticas. Tanto así que le reconoce más legitimidad a la Convención Nacional Democrática que organiza la cúpula lopezobradorista, cuyos representantes han sido nombrados -que no elegidos-, que al Congreso, en la medida en que sostiene que la convención será "... un espacio para hacer oír la voz del pueblo y organizar la lucha democrática en todo el país." Es decir, según AMLO, la voz del pueblo no se hace escuchar en el Congreso, en el cual, por cierto el PRD ocupará 124 diputaciones y 29 senadurías. A sus ojos quién sabe entonces a quién representan estos legisladores.
Como táctica de comunicación política es comprensible que los lopezobradoristas se acojan a las resonancias radicales de la Convención de 1914 para mantener viva la imaginación y el sentimentalismo revolucionario de muchos; sin embargo, habría que preguntarles si también asumen las implicaciones de la reunión de zapatistas y villistas en Aguascalientes, incluso su fracaso.
Paralelas son también las estrategias del jefe de Gobierno electo del Distrito Federal y de los legisladores perredistas. Por una parte, todos los diputados y senadores de ese partido han aceptado sus constancias de mayoría y tomarán su lugar en el Congreso, conforme dictan las reglas de la democracia representativa, y Marcelo Ebrard asumirá el cargo para el que fue elegido en las urnas, y la responsabilidad de todos sus recursos; pero, por otra parte, ninguno ha renunciado a los medios extrainstitucionales de lucha; no sólo eso, se han comprometido a seguir apoyando las acciones de resistencia pacífica (Reforma, 23 de agosto, 2006.) Eso significa que utilizarán los medios que ofrece el marco institucional para socavarlo, pues desde la tribuna que todos reconocemos como el ámbito legítimo de representación popular y debate público, o desde el gobierno del Distrito Federal, estarán apoyando la Convención Nacional Democrática cuyo objetivo es desconocer y, en su caso, derrumbar al Congreso. Al menos así se entiende en lo que más que una insinuación es una advertencia, pues nos dice López Obrador: "Estamos organizando la Convención Nacional Democrática porque de una u otra forma..." se van a dar las transformaciones que necesita el país (La Jornada, 23 de agosto, 2006). Es decir, al igual que lo ha hecho para nuestro infortunio el gobierno de la ciudad, la autoridad de legisladores y gobernante será utilizada para minar las instituciones democráticas que los llevaron al poder. Esto equivale a, una vez arriba, tirar la escalera que les permitió subir. ¿Para que nadie más lo haga?
Hay más paralelos entre el lopezobradorismo y otras experiencias históricas: líderes que actuaban en nombre del pueblo, cuyos partidos tenían representación en el parlamento, aunque no mayoría, pero tenían también grupos activos en las calles que daban prueba de que el país era ingobernable. Esas mismas pruebas que luego el líder y los parlamentarios de ese mismo partido presentaban a la opinión pública para justificar el desmantelamiento de las instituciones democráticas porque, decían, carecían de legitimidad popular y capacidad de gobierno. Este paralelismo es escalofriante. Mejor ni pensarlo.