Usted está aquí: lunes 21 de agosto de 2006 Deportes Sol y sombra a 10 años de la muerte del último mandón

Sol y sombra a 10 años de la muerte del último mandón

LUMBRERA CHICO

Hace 10 años, esperando un transplante de hígado en la antesala de un quirófano estadunidense, murió uno de los toreros más grandes y uno de los hombres más nefastos que ha tenido la fiesta brava de nuestro país. Con toda la gloria del mundo alrededor de su nombre, y con toda la amargura, Manolo Martínez sufrió tres infartos en esa camilla y expiró a los 50 años de edad. Las anécdotas de entonces vuelven hoy en honor al sistema métrico decimal.

"En 1977 toreé 100 corridas, eso significa 100 borracheras y 100 crudas, una cada tercer día y la familia, bien gracias", comentó poco antes de cortarse la coleta, según recuerda un buen aficionado y amigo libanés de Yucatán. Un distinguido fotógrafo, por su parte, evoca el domingo de su despedida para siempre de la Plaza México, en 1988. "Esa noche dio una fiesta en su cuarto del Camino Real donde se había vestido por última vez de luces. Algunos acabamos cayéndonos de briagos y nos quedamos a dormir en cualquier rincón. Manolo se acostó con los fajos del dinero que le pagaron ese día metidos en los calzones, no se los fuéramos a robar, y al despertar se tuvo que bajar los pantalones y quitarse los billetes que tenía pegados a las piernas."

Qué diferencia de su época de máximo esplendor cuando, emborrachándose siempre en un cuarto de hotel después de una corrida, un ingenuo se le acercó para mostrarle una foto y decirle: "Mire, maestro, yo también soy torero". Y Manolo, cogiendo aquella estampa en que su interlocutor le pegaba un muletazo a una becerra, se levantó de la cama gritando: "¡Arrodíllate y pídeme perdón! A mí nadie me viene a faltar al respeto".

Nadie como Manolo Martínez entendió mejor el temperamento de los toros bravos. Nació con esa sabiduría y desde sus primeros tiempos de novillero supo explotarla. Con observar un momento al animal que le acababan de echar al ruedo le bastaba para descubrir por dónde iba a embestir mejor y cuándo y cómo iba a entregársele. Gracias a ese don extraordinario se convirtió en el diestro más poderoso que haya habido jamás en la fiesta nuestra: poderoso frente a los toros pero también frente a los empresarios, los ganaderos, la prensa "especializada" y por supuesto frente a sus competidores, sus pobres adversarios y colegas.

Fue, en otras palabras, el mandón de los mandones. Escogió un puñado de ganaderías, empresas y alternantes y construyó una verdadera mafia: sólo él decidía quién podía torear a su lado y con qué reses y por cuánto dinero, y si alguien se oponía a sus designios no volvía a ver un pitón ni a pisar una sola de las plazas integradas a su circuito exclusivo. Para decirlo pronto, Manolo Martínez hirió de muerte a la fiesta brava de nuestro país que, sin embargo, aún lo venera como el último gran ídolo que indudablemente fue. Torero de aquí, una sola vez probó fortuna en España, de donde regresó con la cola entre las patas. Pese a su perniciosa herencia, la afición difícilmente olvidará sus chicuelinas citando de largo en los medios o el giro de su muñeca mientras toreaba al natural despatarrado, arrastrando sobre la arena el rojo telón de teatro de su mágica muleta.

 
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