Usted está aquí: domingo 9 de julio de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Té danzante

Las palabras reviven historias. Vacaciones me recuerda a Imelda. Fuimos compañeras de escuela. Vivía en Popotla, en una casa vieja con un gran solar, donde quedaban restos de una fundición. Su padre era ingeniero de caminos y lo vi muy pocas veces; su madre, doña Isabel, padecía una extraña enfermedad que la obligaba a permanecer mucho tiempo en cama.

Algunas mujeres del rumbo murmuraban que el padecimiento de doña Isabel era simple y llana pereza; otras atribuían su desgano a los muchos lunares rojizos que pringaban su cara y su cuello. Imelda los heredó concentrados en la mancha que abarcaba su pómulo izquierdo. Esa marca la cohibía y su ilusión era cumplir 15 años para cubrirla bajo una capa de maquillaje.

Mi casa y la de Imelda estaban relativamente cerca. Durante las vacaciones escolares era yo quien iba a visitarla. Su padre le tenía prohibido salir y doña Isabel no la dejaba pasar del límite marcado por la capilla de San Antonio de las Huertas. Yo era feliz en casa de Imelda: los restos de la fundición y la palmera a mitad del predio me hacían imaginar que viajaba por un país remoto, por el desierto reproducido en la página de una revista: éstas eran mis vacaciones.

Mis visitas liberaban a mi amiga del trabajo doméstico que su madre era incapaz de hacer. Por turnos ele- gíamos nuestros juegos. A Imelda le gustaba inventar aventuras en que el personaje central era ella. Según su capricho, nos convertíamos en magas, odaliscas, domadoras, toreras.

Cuando decidía que nos transformáramos en gambusinas, descolgábamos la ropa del tendedero y con ella nos disfrazábamos antes de emprender la búsqueda del tesoro oculto entre los restos de la fundición: piedras, lascas de metal, trocitos de vidrio que resplandecían bajo la luz del sol. Esas eran las vacaciones de Imelda.

II

Una tarde encontré a Imelda y a su madre golpeando una vieja alfombra para quitarle el polvo. La presencia de doña Isabel me incomodó, porque me hizo sentirla como una intrusa en mis vacaciones. Mucho peor fue para mí el tono indiferente de mi amiga cuando me dijo: "Si quieres juega tú solita mientras terminamos de sacudir esta cosa". Caminé hacia una pileta que había sido parte de la fundición y me quedé sentada, mirándola aporrear la alfombra.

Al fin Imelda se reunió conmigo. Me indicó que eran casi las cinco de la tarde, momento en que debía regresar a mi casa. Su comentario me sorprendió, porque a esas horas siempre se lamentaba de que tuviéramos que suspender nuestras aventuras imaginarias.

Al despedirnos le recordé que a la siguiente tarde me tocaba elegir nuestro juego. No mostró ninguna curiosidad. Su desinterés fue otro dardo. De regreso a mi casa juré que no volvería a visitarla y le apliqué mentalmente todos los motes con que nuestros compañeros la apodaban. Mi rencor se desvaneció cuando me di cuenta de que, al alejarme de Imelda, renunciaba también a mis vacaciones.

Al día siguiente la encontré muy animada y ansiosa por darme una noticia: "Berta, la hija del ingeniero Márquez, viene a pasar unos días con nosotros. El es un antiguo colega de mi papá y ella es una niña muy inteligente. Como premio por sus buenas calificaciones la mandaron a pasar unos días con nosotros".

Entonces me expliqué lo de la alfombra y el trajín de doña Isabel por toda la casa. Me interesó saber cuándo llegaría Berta. "El lunes. Si quieres puedes venir el martes, para que la conozcas". No dijo: "para que juguemos como siempre". Vi peligrar mis vacaciones.

III

Berta acababa de cumplir 12 años. Muy alta para su edad, de pelo negro y ojos verdes, tenía los dientes separados que -según doña Isabel- denotan a las personas cuyo destino es ser viajeras incansables.

La visitante prolongó su estancia por dos semanas. Fueron días espantosos para mí. Por las tardes, al llegar a la casa de Imelda, la encontraba muy alegre enseñándole a Berta nuestros juegos: fingirnos odaliscas, magas, toreras, gambusinas. Imelda me miraba como si le extrañara mi presencia, y de mala gana me incluía en la diversión.

Un viernes me recibió doña Isabel: "Imelda llevó a Bertita a San Cosme para que se compre zapatos. Unos primos que tiene en Santa María vinieron a invitarla a un té danzante para el domingo. Las niñas se fueron desde la una. De seguro ya no tardan, pasa". Acepté.

Recorrí el solar procurando convencerme de que podía divertirme sola, reconstruir aunque fuera por un instante mis vacaciones. No lo conseguí. La fundición me pareció un montón de piedras; los trozos de metal y vidrio que antes había considerado auténticos tesoros me resultaron simple basura.

Al fin aparecieron Berta y mi amiga. Cargada de paquetes, Imelda me gritó desde la puerta: "La Beba se compró unos zapatos de charol rete bonitos. Luego te los enseñamos". No lo hicieron. Berta pasó un buen rato hablándonos de sus tíos y de sus primos. Le pregunté por qué no había llegado a la casa de ellos. Me respondió en tono pegajoso: "Mi papi dice que como soy tan bonita y ellos son puros hombres..." Después nos pidió que la ayudáramos a practicar pasos de baile para mostrarse a la altura de las otras muchachas en el té danzante.

Cuando terminamos, Imelda me dijo que no la visitara el sábado, porque todos iban a ir al Centro para que Bertita se comprara un vestido nuevo. Me acompañó hasta la puerta, y al ver mi expresión desolada me dijo: "No pongas esa carita. Puedes venir el domingo, al fin que no nos vamos hasta las cinco. A esas horas vendrán los primos por nosotras". Mi admiración hacia Imelda renació: "¿Tú también estás invitada?" Imelda se acercó a mi oído: "Mi mamá ya me dio permiso de ponerme tantito maquillaje".

Con la esperanza de que Imelda me invitara al té danzante retardé la despedida y puse como pretexto mi interés por ver los zapatos de Bertita. Imelda fingió no escucharme y me pidió que el domingo llegara un poco más temprano: quería mi visto bueno para su maquillaje.

IV

El domingo, aunque aún era muy temprano para el té danzante, encontré a Imelda con su vestido de salir. El peinado de tirabuzones y la cara embadurnada no la favorecían. Pensé que Berta estaba terminando de arreglarse y le confesé a Imelda que me moría por ver los zapatos y el vestido nuevos de su amiga. En voz tan baja que apenas pude oírla me dijo: "Hace rato que sus primos vinieron por ella". "¿Y por qué no te fuiste de una vez? O qué, ¿van a regresar por ti más tarde?" Imelda asintió con la cabeza mientras sus ojos negaban.

No comprendo lo que me llevó a gritarle: "¡Mentirosa! No te invitaron". Imelda me contestó en el mismo tono: "Claro que sí, al rato vendrán a buscarme, y ni creas que te nos vas a pegar. Si quieres, mejor nos vemos mañana". La forma indirecta como mi amiga estaba despidiéndome acrecentó mi ansia de venganza: "Mentirosa, mentirosa, a que ni te invitaron".

Mi amiga se disponía a devolverme el ataque cuando escuchamos la voz de Berta: "Soy Beba, ábreme". Imelda sonrió: "¿Ves? Te dije que iban a regresar por mí". Se dirigió a la puerta y se hizo a un lado para dejar el paso libre a Berta. Ella, sin detenerse, corrió hacia la casa: "Nada más vine a guardar mi pulsera. No sea que la pierda mientras estoy bailando y entonces sí ¡qué amolada!"

Con la actitud del soldado que espera una orden, Imelda se quedó junto a la puerta. Beba reapareció y sin dirigirnos la palabra salió a la calle, donde la esperaban sus primos para llevarla al té danzante.

Comprendí que Imelda se sentía herida por el desaire de Berta y avergonzada ante mí. Era inútil fingir que lo ignoraba o pretender que no estaba sucediendo nada. Una ráfaga de viento agitó las ropas en el tendedero. Descolgué un suéter de Imelda y, a manera de turbante, me lo enredé en la cabeza. "¡Mira!", grité, segura de que oiría la risa de mi amiga, pero ella apenas me miró.

"¿Prefieres que me vaya?", pregunté. Imelda se encogió de hombros. Esa respuesta era contundente. Me arranqué el turbante, lo devolví al tendedero y me encaminé hacia la puerta. Imelda me tomó del brazo con desesperación: "La última vez tú elegiste a qué íbamos a jugar. Hoy me toca a mí: ¡a gambusinas!"

Me pareció que al decir "la última vez" Imelda se refería a un tiempo muy lejano. Acepté aliviada. Pasamos el resto de la tarde buscando el tesoro escondido en la fundición. Con las piedras y vidrios que encontramos aquella tarde intentamos en vano reconstruir nuestras vacaciones.

 
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