Y ahora, la dictablanda
La derecha preparó con bastante tiempo su golpe de Estado. Empezó por el intento de desaforar al candidato popular y siguió, durante meses, con una campaña de mentiras y calumnias, modificando la dirección del Instituto Federal Electoral (IFE) para servir a sus intereses; continuó con su política de tensión y miedo, con toda la fuerza del gobierno al servicio del candidato del PAN.
Felipe Calderón ganó así por un puñado de votos. Pero hasta 1988 el PRI contenía las contradicciones y en él convivían la derecha neoliberal y la izquierda social, una parte de la cual encontró su expresión política en la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas.
La anomalía mexicana en América Latina era entonces garantizada por el PRI-régimen de gobierno, que incluía a todos los factores de poder, desde los militares hasta los grandes empresarios. Por eso México no tuvo dictaduras militares. La desaparición del régimen del PRI y el fracaso de su continuación, el panismo priizado, ponen ahora a México en la hora latinoamericana y colocan a América Latina en la frontera del Río Bravo. Por primera vez la derecha (los neoliberales del PRI más los ultraderechistas del PAN) se enfrenta con las izquierdas, bloque contra bloque y sin conciliación posible. Este es el dato más relevante del análisis: se cierra una etapa en la vida nacional y los movimientos sociales comenzarán a ocupar el primer plano en el escenario político.
El fraude electoral esconde sin embargo el problema de fondo: si contamos las abstenciones y le sumamos los votos del PRI y del PAN, tenemos una mayoría conservadora, con un ala militantemente reaccionaria y proimperialista, mayoría que enfrenta a izquierdas que tienen una sólida base de masas y cuentan con más de un tercio del electorado, pero no tienen una clara definición política anticapitalista y son electoralistas. El fraude se apoyó, en efecto, en el hecho de que la derecha cuenta aún con el apoyo de vastos sectores pobres, sobre todo, pero no únicamente en el norte del país.
La emigración masiva de quienes no creen posible cambiar las cosas en México y desean integrarse al american way of life, así como la abstención, que en general expresa valemadrismo, demuestran falta de esperanzas y perspectivas en amplios sectores populares. Pero en el país no todos pueden ni quieren emigrar y muchos consideran al fraude como un nuevo agravio intolerable y se alejan de la abstención. Se abre así espacio para una nueva izquierda futura, independiente del Estado y de los partidos, pero que luchará junto con las bases del PRD que comprendan que la Constitución y la legalidad dependen de conquistar previamente y con las movilizaciones una relación de fuerzas favorable y que no busquen un compromiso podrido que evite a la derecha tener que lidiar con AMLO.
El hecho de que México se esté latinoamericanizando significa que América Latina está llena de ejemplos de gobiernos que obtuvieron inclusive amplias mayorías (como De la Rúa, en Argentina, o Sánchez de Lozada, en Bolivia) y fueron sin embargo derribados por movimientos populares pocos meses después, por provocar a los ciudadanos con sus políticas reaccionarias y antinacionales.
El de Felipe Calderón, que tiene una ínfima mayoría y es un personaje claramente identificado con el fraude y con el golpismo de guante blanco, aparecerá como el gobierno más ilegítimo desde el del general Huerta nada menos, en el país que llegó a hacer una revolución por el sufragio efectivo.
Su dictablanda, hipócrita y de sacristía, es o será repudiada por la mitad del pueblo mexicano y si, como es previsible, pues se siente omnipotente, se lanzase a medidas antisociales, tropezará inclusive con muchos que votaron por él o por el PRI y que son conservadores pero no masoquistas. La derecha prepara la continuación de su intento golpista acusando ahora a López Obrador de violento porque éste llama a defender la democracia recurriendo a movilizaciones. Las movilizaciones podrían despertar fuerzas nuevas que no siguieron al PRD porque, principalmente, estaban asqueadas por los candidatos de éste (como los Sabines, Albores, Guadarrama, Núñez) o porque habían sido alejadas por el abstencionismo preconizado por Marcos y por los vaivenes de Cuauhtémoc Cárdenas, igualmente dañinos.
La responsabilidad de estos sectores en la no obtención de los pocos votos que separan a López Obrador de una derecha que, al contrario, gozó del pleno apoyo del Estado y de los medios de información y empresariales, es enorme y de importancia histórica. Ahora lo fundamental es arrancar con movilizaciones populares masivas la anulación de las elecciones y organizar en cada pueblo, centro de trabajo o de estudio, barrio o empresa, grupos que sean base de construcción de conciencia y de poder popular y que superen las resistencias y la eventual tergiversación de la dirección perredista para imponer un camino democrático.
En el gobierno y en el Congreso el PAN trabajará unido con los neoliberales del PRI, como si fueran un solo partido reaccionario, y la oposición perredista incorporará a nuevos priístas, como si fueran un solo partido centrista nacionalista. Surgirá así un gran espacio a la izquierda de ambos. Después del fracaso y desprestigio de la otra campaña, ese espacio tendrá que ser llenado, bien o mal, por un partido que presente un programa no sólo antineoliberal sino también anticapitalista. Como en otros países, dado el desprestigio de los partidos, es posible que pueda surgir en un primer momento el intento de formarlo a partir de dirigentes sindicales independientes, aunque más o menos burocratizados, uniéndose a sectores radicalizados del perredismo de base y a los no sectarios que buscaron una salida en la otra campaña. Un Frente Unico en Defensa de la Democracia, amplio y plural, podría ayudar a rechazar a la derecha y a construir una izquierda de clase y de masas. Por eso más que nunca hay que anteponer al aparato organizativo las ideas, los principios y el programa, entendido como algunas ideas-fuerza decisivas que se hacen carne en los oprimidos.