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Sueño de un comicio de verano
El parto inesperado de las urnas
Relato abierto para navegantes
El 2 de julio de 2006, una jornada electoral que se auguraba inédita y ejemplar, la concurrencia a los centros de votación arrancó copiosa y fuerte; los sufragios fueron emitidos en orden y sin novedad, y alrededor del mediodía pudo constatarse un primer milagro: un tercio del padrón electoral ya había cumplido con su responsabilidad ciudadana. Poco después, sin embargo, se registraron algunos indicios alarmantes. Las paredes transparentes de las urnas se empañaron y por sus esquinas empezaron a salir gotas de un líquido tibio. El primero en darse cuenta, un presidente de casilla del rumbo de Nochistlán, pensó que algún estúpido había introducido en el receptáculo algo diferente a una boleta electoral y se enfrascó en una discusión estéril con los representantes de los partidos allí presentes. Les dijo que era necesario abrir la urna para extraer de ella el cuerpo extraño que causaba la turbiedad y la humedad antes de que las papeletas ya depositadas se arruinaran en forma irremediable. Pero los representantes de los institutos políticos se vieron con sospecha unos a otros y rechazaron la idea, en tanto se les ocurría una mejor.
Por la tarde el país estaba en pánico. El interior de las urnas estaba opacado por un vaho espeso, en sus costados sólo podía verse un borde acuoso e irregular, en tanto que de las junturas destilaban hilos de algo como saliva. Una señora de Iztapalapa, cuando se disponía a introducir su boleta por la ranura, vio aquello y vomitó. En los centros de votación la tensión se hizo presente porque los sufragantes se negaban a depositar sus papeletas en esas cajas tan extrañas. Los funcionarios del IFE se tronaban los dedos en la sesión permanente y en las casas de campaña de los aspirantes presidenciales el estupor era total, pues se habían previsto todas las situaciones críticas, menos la que se estaba viviendo.
Poco antes de las 2 de la tarde, las urnas instaladas en todo el país empezaron a moverse. Casi imperceptiblemente, primero, y luego en una suerte de latidos que se volvían contorsiones. Al ver el prodigio, un votante de Ixmiquilpan dejó de lado toda corrección cívica y se fue derechito al recipiente:
-Se me hace que nos están viendo la cara -dijo, y ante el azoro del comité de casilla, arrancó la cinta adhesiva que sellaba la caja y la desbarató sobre la mesa.
Lo que vieron los ahí presentes era para quitar el habla. De inmediato se desparramaron sobre los restos de cartón y acrílico tres centenares de seres diminutos y vociferantes. La mayoría de los ciudadanos salieron corriendo del recinto, pero unos cuantos audaces se acercaron para contemplar de cerca a los aparecidos y comprobaron que se trataba de seres humanos en miniatura, de un centímetro de alto a lo sumo, que pataleaban y agitaban los puños al aire; algunos gritaban cosas ininteligibles por lo agudo de sus voces y todos pugnaban por salirse del montón en que se encontraban.
-¡Mira! -dijo de pronto un observador avezado, dirigiéndose a todos y a nadie, y señalando a uno de los hombrecillos-: Ese es igualito a López Obrador.
Una muchacha descubrió que uno de los enanitos usaba lentes, parecía una réplica a escala de Felipe Calderón y estaba empapado en algo que parecía su propio sudor. Costó más trabajo hallar a los seres parecidos a Roberto Madrazo, no sólo porque eran los más delgados -dos milímetros de cintura, a lo sumo-, sino porque su actitud corporal, de tan lánguida, resultaba casi cadavérica.
En instantes la concurrencia identificó con claridad cinco tipos de criaturas: los pejecitos, los calderoncitos, los madracitos, las patricitas y los campitas.
Lo mismo ocurría en toda la República. Las urnas parían centenares de réplicas de los candidatos presidenciales, y hacia las 4 de la tarde -horas antes de la difusión de las encuestas de salida- el territorio nacional estaba inundado por millones de candidatitos. Los calderoncitos iban de un lado a otro, con la mirada perdida y bañados en sudor, proclamando su triunfo. "¡Cuéntennos bien!", exigían los pejecitos, en cuyos rostros, vistos con lupa, podía descubrirse una expresión de cólera apenas contenida. "Este proceso fue impecable", pontificaban las patricitas con el dedo en alto y tono de quien da una conferencia en un centro de estudios superiores de algo. Unos cuantos de los calderoncitos eran seguidos por uno de los ejemplares más raros, un campita, que lo señalaba y cantaba con voz opaca: "¡El ganó! ¡El ganó!"
Los funcionarios del IFE vivían momentos amargos, pero los biólogos de la UNAM estaban eufóricos.
-Qué Homo Fiorensis ni qué la madre -decía uno de los segundos-: Este sí es un descubrimiento. ¡Una especie nueva!
-Cinco especies nuevas, dirás -le corregía una colega entusiasmadísima.
Muy pronto se hizo evidente que de alguna manera misteriosa cada voto había generado en el vientre de las urnas a un pequeño clon del candidato favorecido; que el recuento habría de hacerse no con papeletas sino con criaturas ínfimas que no podían estarse quietas ni calladas, que el país enfrentaba problemas mayúsculos, y que el menor no era qué hacer con esos bichos una vez contados, y eso suponiendo que fuera posible agruparlos en cinco grandes montones y ponerlos en orden de algún modo. La tarea era relativamente simple con los madracitos, porque estaban tan desguanzados y alicaídos que se dejaban manipular con docilidad; con sus sonrisas congeladas, brazos inertes y ojos enrojecidos, parecían realmente baratijas inanimadas fabricadas en serie. Pero los calderoncitos se mostraban tozudos, y aunque se movían despacio, no era fácil tenerlos quietos. Con la mirada empañada bajo los lentes diminutos, deambulaban mascullando algo sobre tendencias irreversibles. "Para qué nos cuentan, si ya ganamos", alegaban, parados en charcos de sudor. Con los pejecitos no había manera, porque insistían en alinearse para ser contabilizados y ensayaban formaciones que no encajaban en ninguno de los 196 métodos propuestos por los funcionarios electorales para encarar la emergencia.
En los días siguientes el país se dividió en dos: quienes postulaban la prioridad de contabilizar de algún modo a todas aquellas criaturas y los que se rendían a las formas de entretenimiento surgidas de la anomalía. La venta de lupas se disparó 7 mil por ciento y no tardaron en aparecer, en el comercio ambulante, juegos de ropa y accesorios a escala para los recién llegados. Muchos ciudadanos exigían su derecho a poseer una colección completa de candidatitos. Paradójicamente, los más escasos de los nuevos seres alcanzaron muy pronto cotizaciones astronómicas entre los coleccionistas: se ofrecían 20 madracitos o 100 calderoncitos por una patricita y hasta 4 mil pejecitos por un campita. No faltó el cínico que apeló a la lógica del libre mercado: "El que se cotice más bajo es el más abundante, y entonces ya sabemos quién ganó". Pero nadie le hizo caso.
A mediados de la semana siguiente alguien esbozó una hipótesis tentadora: un alquimista desconocido había dado por fin con un método eficaz para crear homúnculos y, para tal efecto, había recurrido al embarazo de las urnas. Ello no tendría que ser indicio de una voluntad de manipulación de la voluntad popular, sino expresión de un empeño insensato, obra de alguien obsesionado con el flogisto, la piedra filosofal y demás tonterías precientíficas. Una conjura de alquimistas en el sentido real y no en el figurado, pues, que pareció confirmarse cuando llegaron de los laboratorios los primeros resultados del análisis practicado a muestras de la baba que los recipientes habían secretado el domingo: aquello era, ni más ni menos, líquido amniótico. La idea logró la simpatía inmediata de los madracitos y los calderoncitos, pero fue repudiada por las patricitas, las cuales rechazaron de inmediato el calificativo de homúnculas porque, argumentaban con vocecitas indignadas, aquello era una grave ofensa a su identidad de género.
http://enciclopedia.us.es/index.php/Hom%FAnculo
http://www.mundofree.com/seronoser/golem/homunculo.htm
http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/spanish/ency/article/002220.htm
Escribí buena parte de lo anterior el sábado previo a la elección y a última hora no me atreví a publicarlo porque habría podido parecer un imprudente augurio de complicaciones e irregularidades, así que sólo consigné lo escrito en el blog de esta columna. Días después, a la vista de lo ocurrido, la fábula -mero ánimo jocoso- resulta más bien fresa y políticamente inocua, así que la retomé y la actualicé un poco. Dejo abierta la línea argumental central y diversas ramificaciones narrativas: por ejemplo, el debate (tendría que haberlo) sobre si los homúnculos electorales tienen derechos humanos o no, y las disquisiciones en el seno de la Iglesia acerca de si a una urna embarazada le sería excusable el aborto. Si algún conavegante puede y quiere tomarse un breve descanso de las labores ciudadanas urgentes del momento y participar en la construcción de este ejercicio de ficción, su aportación será bienvenida en: