Espejo oscuro
Desde sus inicios la novela latinoamericana fue una manera de contar la historia, y la historia fue vista siempre por los novelistas como un asunto épico, donde las llamas de la tragedia consumían el heroísmo, y la conquista de la libertad, o de la independencia, era suficiente para justificar la tragedia. Pero cuando los heroísmos se terminaron, y todo comenzó a teñirse con los colores oscuros de la opresión, dictaduras militares y enclaves bananeros, latifundios y socavones mineros, la tragedia se bastó por sí sola para alumbrar con sus luces sombrías el panorama épico del que sólo quedaban los escombros.
La novela que con sus vuelos imaginativos se vuelve el espejo negro de la historia es una llave, quizás la mejor de todas, para entrar en el pasado, como quien va por los pasillos de un museo vivo poblado de episodios singulares fijados en la memoria colectiva por el novelista. Es la novela la que debería poder ilustrarnos sobre el paso de la historia anormal pasada, la que ya no podrá volver a repetirse, hacia la historia normal, aquella donde el desorden y las montoneras, el brillo sangriento de los caudillos, los desmanes del poder fueran sustituidos por el respeto institucional y la paz democrática, plena de bienestar y equidad.
Pero en América Latina la historia anormal sigue perpetuada. Lo singular y lo extraordinario que el novelista puede leer en ella se repiten como en una galería fantasmagórica. La novela viene a ser hija de ese desajuste terrible entre realidad propuesta y realidad vivida, entre la ley escrita y la ley violentada. La historia cambia sus espectros, pero el soplo con que los anima sigue siendo un soplo fatal. De una sala a otra del museo vamos viendo dictadores que se creen dioses, cementerios clandestinos, nuevos caudillos corruptos que hacen del robo una profesión de fe, narcotraficantes sentados en retretes de oro macizo, guerras intestinas con terroristas que campean en todos los bandos, ideologías que entronizan el crimen y lo justifican con razones delirantes.
La anormalidad que crea el asombro y el contraste, y que hace de lo singular el resorte que pone en movimiento todo el aparato narrativo, sigue siendo hoy la herramienta de los novelistas del continente, un relevo generacional que cubre ya más de un siglo, como podemos ver en la espléndida novela Abril rojo con la que el escritor peruano Santiago Roncagliolo ganó el premio Alfaguara de este 2006. Un joven novelista, de 30 años, de la generación que empieza con el siglo XXI, que repite esta lectura insistente de una realidad que no hace sino multiplicarse, y que si por algo deslumbra es por la cauda de su horror sin tregua.
Abril rojo es una novela negra, porque se monta sobre las mejores técnicas del relato policial, y es también negra por la calidad de su humor, y porque la realidad de que se sirve es la realidad negra del Perú contemporáneo, marcada por la lucha entre las fuerzas militares del estado y la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso, una lucha abierta desde ambos lados a todos los desmanes y en la que la población civil queda expuesta a la peor cadena de sufrimientos y abusos, sobre todo los más pobres, los pobres de las barriadas y los pobres de los territorios campesinos, que terminan pagando con sus cabezas las ambiciones y los delirios de otros.
El escenario de la novela de Roncagliolo es Ayacucho, el Perú tradicional y profundo que Sendero Luminoso convirtió en uno de sus principales campos de acción, ya cuando la guerrilla maoísta ha desaparecido bajo la represión del gobierno de Fujimori. Pero lo que la novela plantea es su regreso, según las investigaciones, al principio casuales, de un cuasi anónimo fiscal adjunto de distrito, Félix Chacaltana, que metido dentro del aparato burocrático judicial sin pena ni gloria, empieza a desenredar la madeja de unos crímenes en serie que ocurren en tiempo de semana santa, brutales todos, y que son todos un rito sacrificial.
Una suma de ritos. Los milenarios ritos indígenas, y los ritos católicos aún medievales que versan sobre la muerte y se alimentan de la muerte, y nada mejor que el tiempo de semana santa para mostrarlos y revivirlos. Más el rito ideológico y el rito del poder, que se asientan también sobre la muerte.
La investigación policial, en la medida en que se va completando, llega a convertirse en una verdadera parábola sobre el poder. El poder que se halla fuera de todo control, y es entonces más que nunca una anormalidad. El poder que termina aplastando a la justicia inocente, tal como la ve el fiscal Chacaltana, apegado siempre con manifiesta ingenuidad a la letra de la ley, y a los procedimientos debidos, respeto que no es sino motivo de escarnio para quienes manejan todos los hilos desde la oscuridad y pueden decidir de antemano lo que es justo y lo que es injusto, de acuerdo con su propio arbitrio.
Esta es, pues, otra parábola sobre el poder, la más reciente de ellas, de las que a lo largo de décadas han venido formando el todo de la novela latinoamericana. El poder, que ha sido siempre el elemento invasivo y perverso de la historia y de la realidad, esa mano de pintura negra indeleble que todo lo oscurece. Una novela negra sobre el poder no es entonces más que un pleonasmo. Negro sobre negro. Un espejo oscuro al que la prosa y el ingenio de Santiago Roncagliolo sacan sus más tenebrosos reflejos.
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