Usted está aquí: domingo 18 de junio de 2006 Política Sloterdijk, el futbol y el nuevo Coliseo

Ilán Semo

Sloterdijk, el futbol y el nuevo Coliseo

El Campeonato Mundial de Futbol ha empezado a producir su predecible efecto anestésico sobre una contienda electoral que, por primera vez en México, descubrió que la democracia contemporánea es una lucha no tanto por convencer sino por mantenerse a flote. Que la política sea un sinónimo de la agresividad no es nada nuevo. Tampoco que su finalidad sea el sacrificio público del adversario. Sí lo es, en cambio, que ninguno de los contrincantes logre situarse por encima de ese hecho. Dónde termina la política y dónde comienza el tribalismo -léase: la pérdida de control de la sociedad política de sí misma- es una frontera movediza, que sólo el futuro inmediato podrá vislumbrar.

Nada más cercano al simulacro de una guerra tribal que el campeonato de futbol. Los atletas/guerreros se preparan largamente ante el escrutinio de sus respectivas tribus. Todos ahí hablan y comentan como si fueran los entrenadores y los estrategas técnicos (los oficiales). Nadie piensa en sí mismo como jugador (¿quién pensaría en sí mismo como soldado?). Se arman de estandartes, uniformes y consignas y cantos de batalla. Entre loas, parten al encuentro con el adversario. Ya en la antigüedad se conocía el poderoso pharmakon que vuelven disponible ciertas justas atléticas. Los estadios griegos, el Coliseo romano, las graderías del juego de pelota tenochca, son vestigios de que la cultura de masas es una realidad mucho más remota de lo que imaginamos. Pero si la hipótesis de que el simulacro de la batalla en el estadio sustituye o sublima simbólicamente otras batallas (civiles, políticas, militares) puede ser falible, no lo es el efecto de distensión o de tensión que provoca en los espectadores. En el Coliseo romano no se simulaba la muerte; se concretaba. El imperio celebraba su derecho a matar. Ciertas versiones del juego de pelota mesoamericano eran el espacio de espera (y de incertidumbre) que separaba a la vida del sacrificio.

En el futbol moderno, dice Peter Sloterdijk (Spiegel, 3/06/2006), lo que se pone en escena es el cazador reprimido que todos llevamos dentro. No hay ningún otro deporte que imite con tal precisión el sentimiento protoartillero del cazador humano. El asedio, el rodeo, el cercar a la presa -el portero, la portería-, fijan la trama del juego. Después se le apunta y se le dispara con un objeto balístico, el balón. Esa suerte de orgasmos colectivos que siguen a la consumación del éxito -el gol, la muerte del arquero- sólo son concebibles si un poderoso atavismo ha quedado liberado.Tal vez se trata, en efecto, del antavismo más antiguo del éxito: cuando el cazador ha acertado a su presa con una pieza balística.

Sea como sea, lo que ofrecen los estadios de futbol es una oportunidad inigualable para explorar la antropología de la masculinidad contemporánea. Todo indica que las normas de un juego originalmente victoriano han quedado sepultadas en algún lugar de la entronización del "juego del hombre". Se juega a someter las reglas a su nivel extremo. Ganar justifica incluso el sacrificio del cuerpo mismo del adversario, así sea una lucha entre botines que son auténticas fortunas andantes. Lo que nació como un ideal del fair-play en el siglo XIX ha pasado ya a las impiadosas manos de Maquiavelo: cualquier medio justifica el fin, mientras no sea salir de la cancha. Es lógico. En una época en que el destino se reduce a ser parte de los "ganadores" o quedar extraviado en una montaña de "perdedores", el fair-play resulta imbécil.

Si Ronaldinho y Beckham son los arquetipos esenciales del jugador contemporáneo, lo que resalta en ellos es el "modelo" de una androginia. Sloterdijk va más lejos aún: "Alemania es un equipo de hermafroditas", dice. Visto desde la perspectiva de la historia de género, el tema es complejo en sí: ¿cómo se ha llegado a desmasculinizar al cazador? La respuesta se halla probablemente en otro arquetipo: la figura de la amazona. Tradicionalmente, la guerra estuvo ligada a una apoteosis de la masculinidad, incluso las guerras simbólicas como las que provee el deporte. Pero en ese gigantesco simulacro que se pone en escena en la "cancha" esta ley ha dejado de cumplirse. El vago sujeto del género que se disuena hoy en día como frontera de lo masculino y lo femenino ha quedado ahí también inserto en la incertidumbre.

Como en toda gesta nacional, las batallas producen y se alimentan de héroes. Y el futbol es probablemente el último resabio de lo que queda como gesta nacional. Pero la nación ha dejado de ser un sinónimo de cualquier atisbo de heroicidad. Ni siquiera los soldados estadounidenses en Irak justifican su presencia ahí como una lid nacional (su respuesta es: "A mí me pagan por esto", un argumento por cierto racional). El futbol hoy no produce héroes, encumbra celebridades. Y la distinción entre el "héroe" y la "estrella" es tan abismal como la que separa a la versión tramitable de la patria de la marca publicitaria. Una "celebridad" es alguien quien gana torrentes de dinero y está expuesto a las cámaras 24 horas al día. Es un yo en superlativo. El héroe era -¿es?- la negación del yo. Tal vez por esto, en la cancha la patria sea tan frugal como cualquier otro momento fugaz.

 
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