EJE CENTRAL
El señor de Mexpan
Voy de prisa rumbo a Insurgentes. Es temprano y los comerciantes que hace años se vieron obligados a tomar la vía pública aún no terminan de extender sus mercancías. En la esquina con Baja California, un anciano agita su periódico a modo de saludo. Me vuelvo para ver a quién se dirige. Detrás de mí, cosa rara, la acera está desierta.
Sigo caminando y el hombre va a mi encuentro: "Usted es de La Jornada. Varias veces la he visto entrar en el edificio de avenida Cuauhtémoc". Le tiendo la mano y me dispongo a preguntarle su nombre. Me lo impide el gesto nervioso, precipitado, con que hojea el periódico y me lo pone literalmente bajo la nariz: "¿Ya vio esto?" No espera mi respuesta y lee la nota que apareció el día 31 en la página 37: El ITAM esperará a que muera el último anciano del asilo en San Angel. "¡Opine! Dígame qué le parece".
Entiendo en qué sentido espera mi opinión, pero no me atrevo a formularla. Intuyo que diga lo que diga aumentaré su disgusto. Le pregunto si tiene algún amigo en el Hospital Naval, que podría ser demolido para convertirlo en estacionamiento del ITAM. Sus cejas largas, erizadas como alambre de púas, tiemblan: "No. Un viejo como yo no tiene amigos ni conocidos en ninguna parte, sólo en los panteones".
Ríe, se coloca a mi lado y con el índice golpea un párrafo: "En cuanto a los comentarios que circulan en San Angel, en el sentido de que el ITAM va a sacar a los viejitos a la calle, la funcionaria (la directora del instituto) aseguró que de ninguna manera se les va a presionar para que se salgan de ese predio, pues el instituto detendrá sus planes de expansión hasta que muera el último de los ancianos".
II
Dobla el ejemplar de La Jornada como si quisiera dejar atrás la noticia que tanto lo disgusta. Me pregunta si espero a alguien. "No. Me dijeron que en Baja California hay un taller donde reparan marcos antiguos: quiero hacer un reportaje".
"La acompaño". No tengo fuerzas para despedirlo y dejarlo en la calle, ahogándose en su disgusto y en su desesperada soledad.
Caminamos en silencio hasta que le pregunto:
"¿Usted es de aquí?" Se lleva la mano a la cabeza y se revuelve el cabello blanco, muy corto, abundante: "Como si lo fuera. De muy chamaco salí de mi tierra: Mexpan, municipio de Ixtlán del Río, Nayarit. Aquello es precioso porque está abrazado por dos ríos: el Chiquito y el Grande. El que los bautizó nos la puso fácil, porque de esos nombres nadie se olvida".
El enojo que antes traslucía su voz se convierte en ternura. Extraña su tierra y le pregunto si vuelve con frecuencia: "¿Para qué? Mexpan es un pueblo fantasma: mucha gente se ha ido para el norte por falta de trabajo. Si regresara a Mexpan yo sería un fantasma en un pueblo fantasma. Mis contemporáneos habrán muerto o andarán lejos, a saber dónde. Por cierto: ¿qué me dijo que anda buscando?"
Se lo repito: un taller donde reparan marcos antiguos. Se alegra: "Hay uno en avenida Chapultepec. Nunca cierra. He pasado por allí en 24 de diciembre y veo al artesano inclinado sobre la pieza que trabaja".
Adivino que el señor de Mexpan es uno de los pocos caminantes que aún quedan en el DF. Le comento lo que decía Renato Leduc: "Sólo se conoce una ciudad recorriéndola a pie". El hombre ríe: "Con perdón de su amigo, ni andando a gatas llega uno a conocer esta ciudad, y no me refiero sólo a que cada día crece más, sino a que cada hora desaparece algo. Por eso me alegro de irme, así no me corresponderá apagar el último foco".
III
Desde que el señor de Mexpan me brindó su compañía he querido preguntarle su nombre, pero cuando intento hacerlo desvía mi atención hacia sus temas. Ahora es el de su partida. "¿Piensa viajar pronto? ¿Adónde?" Se vuelve hacia atrás para cerciorarse de que nadie más que yo escuchará su respuesta: "En cuanto pueda me voy a Estados Unidos". Lo que dice me asombra y me deja callada, pero él malinterpreta mi silencio: "¿Cree que porque estoy viejo no seré capaz de hacerlo? ¡Me voy, claro que sí, aunque me duela dejar esta ciudad. La adoro, pero tengo que irme porque ya no puedo más: me ha robado mucho".
Le cuento que a mí también ya me han robado tres automóviles: "El último se lo llevaron a las nueve de la mañana de las puertas de mi casa". El señor de Mexpan se detiene y me da un golpecito en el brazo: "¡La felicito! Entre marchas, plantones y bloqueos, la ciudad me ha robado mucho más: horas de mi vida. El martes iba a visitar a un compadre que está enfermo. Vive en el Ocho y Medio, allá por Santa Fe. No pude llegar porque todo el tránsito estaba paralizado debido a que un tráiler se volcó frente a Los Pinos y hubo una manifestación de choferes del estado de México".
IV
El señor de Mexpan agita el puño: "Yo iba en el microbús y pensaba: estoy inmóvil en este infame camioncito mientras los pocos minutos de lo que resta de mi vida se están consumiendo inútilmente. Antes pasaba de vez en cuando; ahora sucede a diario. Tengo en su pobre casa una libretita donde apunto los minutos perdidos. Nada más en lo que va de este año son tantos que no me he atrevido a sumarlos. El día en que lo haga me daré cuenta de que estoy viviendo horas extras y a lo mejor caigo muerto del susto".
De nuevo hay algo que me interesa más que conocer su nombre: "¿Piensa irse a Estados Unidos sólo porque ya no soporta las complicaciones en la ciudad?" El señor de Mexpan suspira y reflexiona antes de contestar: "En parte, pero sobre todo porque dicen que allá hay oportunidades hasta para los viejos como yo. Aquí, por más que le busque, no voy a encontrar chamba con todo y que ahorita hay mucha obra".
"¿Se dedica a la albañilería?" "Eso fue hace mucho tiempo. Me accidenté y el arquitecto Ibarra, mi patrón de entonces, me la dio de velador. Cuando terminó el trabajo me recomendó con otro amigo suyo y así seguí rodando: de una obra a otra. De la última me corrieron hace tres meses. Para mí que fue idea del mero dueño del edificio en construcción. Qué casualidad que poco después de que fue a ver cómo iban los trabajos, el arquitecto Alcántara me dijo: ¿Sabes qué, Hilario? Ya no voy a necesitar tus servicios. Pero eso no fue lo peor. El arquitecto me salió con que, si yo estaba de acuerdo, iba a buscarme un asilo para no dejarme en la calle. Le pregunté que si lo hacía por temor a que algún mataviejitos me mandara al otro barrio. Nada más se le ocurrió decir: Mataviejitas, Hilario, mataviejitas.
V
Sentí alivio de saber al fin el nombre del señor de Mexpan: "Don Hilario, usted lee el periódico y sabe que la frontera se ha vuelto mucho más peligrosa. Hay soldados y cazadores de mexicanos". Se volvió a mirarme: "Sí, es tan peligrosa como atravesar un eje vial o Tlalpan a la altura de Huipulco. Por estar platicando nos olvidamos del taller que busca, pero no creo que esté por aquí. Hágame caso: dése una vueltecita por avenida Chapultepec".
Don Hilario me acompañó al sitio de taxis. "¿Puedo dejarlo en alguna parte?" Amablemente abrió la portezuela: "No, me gusta caminar. Quiero recorrer lo más que pueda antes de irme a Estados Unidos, porque tal vez nunca vuelva por aquí".
El semáforo en rojo impidió que el taxi avanzara. Abrí la ventanilla y miré por última vez a don Hilario. Su paso enérgico me recordó de nuevo a Renato Leduc: estoy segura de que le habría gustado tener por compañero de andanzas al señor de Mexpan.