Hegel en Anáhuac
Desaparecido que fue el "hombre que lo podía todo, todo, todo", según el feliz título del ensayo de Juan Espíndola Mata (El Colegio de México, Jornadas 144, 2004), su lugar y mito han quedado en manos de los expertos, por decreto o por autodesignio, a veces como fruto de su propio esfuerzo, pero investidos todos de una sabiduría especial que, como otras leyendas urbanas de la alternancia, los blinda y hace inmunes. Nueva raza para nuevo espíritu, diría Vasconcelos, aunque su verbo sea inescrutable y sus sentencias sean convertidas, por decisión inapelable de los medios, en leyes de la historia.
Viabilidad es la palabra de orden que esta rediviva categoría importada de la tradición china del mandarinato parece querer imponer. Se trate de encarar el lamentable estado de la cobertura de la educación superior mexicana, ubicada por la UNESCO casi al final de la lista, o de sugerir, tímidamente por lo demás, un relanzamiento de la economía mediante una mínima rehabilitación del consumo de las personas con ingresos bajos, que forman la mayoría nacional, o bien de buscar formas más amigables y beneficiosas para el país en sus tratos con los organismos financieros internacionales, o con los grandes actores de la globalización, la reacción es inequívoca: no es viable, luego es irracional, luego es demagógica, luego es peligrosa. Silogismo al calce: todo lo que a nuestro juicio carece de sustento no es racional, no puede ser real y por tanto se vuelve una amenaza para el México verdadero que es y sólo puede ser el nuestro. Del "todo lo oficial es racional y por ello real", con que se quiso reconstruir a México en el último cuarto del siglo pasado, caminamos ahora al reino de las prefecturas que a todo le ponen números y (des) califican.
A este nuevo festival de Hegel en Anáhuac se unen ahora, de nuevo, los mandamases de las cúpulas empresariales, seguramente sin consultar con quienes forman las bases de sus respectivos contingentes, a muchos de los cuales no les vendría mal una ayudadita de la mano visible o invisible del Estado para animar a un encogido mercado interno que, ese sí, les impide ser competitivos en serio y que, junto con el peso sobrevaluado, los lleva a perder lo poco que han podido conservar de la demanda doméstica.
Se puede o no coincidir con las medidas de alivio clásicamente keynesianas que ha puesto en circulación López Obrador. Es mucho en efecto lo que habría que descubrir si, como ha dicho el ahora dicharachero secretario Gil, nos pasan "la película completa" que, por cierto, sus huestes hacendarias no han querido nunca proyectar ni a diputados ni a gobernadores, pero lo que no se puede desestimar es lo que está debajo de la propuesta: un elemental reconocimiento de los muy malos y mediocres ingresos de la mayoría nacional que puede y debe atenderse ya, sin desconocer que en la base de la cuestión está una economía famélica que no crea empleos suficientes, mucho menos dignos o decentes, y que, además, no ha sido capaz de superar efectivamente la vieja maldición del desequilibrio externo crónico que limitaba y limita la realización de las potencialidades con que aún cuenta el país.
Revitalizar la demanda interna es factible y puede ser un punto de partida para que empresa y gobierno, sociedad civil y hasta expertos, descubramos la urgencia de acometer las tareas fundamentales de rehacer la política industrial, revivir la banca de desarrollo, y pactar con los trabajadores y las universidades y otros centros de formación e investigación, programas de capacitación y formación de cuadros técnicos y directivos, innovación tecnológica e impulso a la investigación básica que, sin duda, cuestan, pero a los que el país tiene que apostar si quiere aprovechar la globalización y dejar de estar perdido en esta cansina y corrosiva transición que no nos lleva a ninguna parte.
No se trata, en realidad, de mucho más, aunque es muy probable que el Congreso que reciba esta u otras propuestas similares vaya a tener que revisar el criterio de equilibrio fiscal que, de modo tan primitivo, se autoimpusieron los legisladores con su Ley de Responsabilidad Hacendaria. Pero esto, como lo sabe hasta el vicepresidente económico, es sobre todo asunto contingente y de contabilidad bien hecha, que tiene que abordarse pragmática y no religiosamente.
Si el consumo de masas se empieza a recuperar y si, como puede suponerse dado lo largo del receso económico, hay capacidades ociosas en la economía y, en especial, en aquellas ramas en que se produce para el mercado interno, el leve impulso a los ingresos bajos puede resultar en un crecimiento general mayor y, por esa vía, aumentar los ingresos provenientes de los impuestos y así hasta cerrar la brecha inicial que tanto angustia a los que cuidan la Puerta Mariana de Palacio Nacional.
Si a esto le sigue una nueva ronda de negociaciones con las multinacionales, para imaginar formas novedosas de promoción a la integración industrial, podríamos aspirar a tener pronto un círculo virtuoso de expansión con cambio estructural, alineado con la necesidad social de más y mejor empleo y, progresivamente, más equidad distributiva. Se rompería la abrumadora parálisis impuesta por la estabilización vuelta dogma, y el espíritu del crecimiento y la competencia volvería a danzar entre nosotros. Los animal spirits redescubrirían el sabor de la ganancia emanada de mercados en movimiento.
No se trata, como han gritado hasta la afonía los dueños del micrófono, de una importación trasnochada de las ideas clásicas del siglo XX, que en gran medida debemos a Keynes, pero también a Prebisch o Furtado, sino de una actualización modesta, cautelosa, del pensamiento público mexicano sobre la economía política del país. Nada más alejado de este empeño que las jeremiadas de estos días, que han llegado al bochorno de rechazar la postura de López Obrador porque "primero hay que crear la riqueza". Esto sí que es arcaico, no conservador sino ilusamente reaccionario. Pero lindando con lo piromaniaco.