144 cárceles
"Luna, Luna, dame pan / para mi hermanito Juan. / Luna, Luna, dame queso / para mi hermanito preso", dice una copla que canta Chuchumbé. Ciento cuarenta y cuatro cárceles son muchas, incluso para el estado de Sao Paulo, que tiene 40 millones de habitantes, es el principal polo de desarrollo económico de América del Sur, genera un tercio del producto interno bruto de Brasil y concentra, en su megalópolis de 8 mil kilómetros cuadrados, el mayor número de rascacielos de América Latina y las desigualdades sociales más lacerantes de la región.
La operación de esas prisiones exige presupuestos enormes, así sea para mantener a los reclusos en condiciones de estricta supervivencia; un número gigantesco de vehículos y de guardianes; toneladas diarias de comida -aunque se trate de los restos de los restos-, y una considerable generación de energía. Por supuesto, para mantener repletos esos establecimientos es necesario el funcionamiento de grandes organizaciones delictivas que les provean residentes y un número desmesurado de policías para levantar la cosecha.
En el contexto de esa escala descomunal ocurre la rebelión delictiva en curso en Sao Paulo: 50 mil presos insurrectos, 80 muertos, decenas de lesionados, más de 200 rehenes y una suerte de insurrección de maleantes, con estaciones de policía atacadas con explosivos y armas de fuego, bancos y autobuses incendiados, combates en las calles y una ciudad paralizada y aterrada.
La causa inmediata de la revuelta es el traslado de cabecillas del Primer Comando de la Capital (PCC), una especie de Estado Mayor de la delincuencia fundado hace 13 años en un reclusorio de Taubaté, y cuyo objetivo inicial era luchar contra las condiciones infernales que imperan en el sistema penitenciario paulista.
La semana pasada, el inepto secretario de Seguridad Pública del estado, Saulo de Abreu, decidió concentrar a varios cabecillas del PCC en una cárcel de alta seguridad y trasladar, simultáneamente, a 765 presos con el propósito, dijo, de "evitar un motín general".
"La reacción criminal era esperada", afirmó el sábado, y en ello fue respaldado por su jefe, el gobernador Claudio Lembo, quien no tuvo empacho en declarar: "Sabíamos que la transferencia de presos podía tener consecuencias; pensamos en todas las posibilidades y también en los riesgos que íbamos a correr". Y los corrieron.
Adversario político del presidente Luis Inazio Lula da Silva, Lembo se ha negado a solicitar el apoyo de fuerzas federales, pese a que Brasilia puso a su disposición 4 mil policías de élite y a que, según un sondeo de O Globo, 92 por ciento de los encuestados piensa que esa medida es indispensable para restablecer el orden. Lula, por su parte, señaló desde Viena: éste es el resultado de un país que durante la segunda mitad del siglo XX fue gobernado creyendo que la inversión en educación, salud y política social era un derroche".
Aparte de las alarmantes carencias de inteligencia -en varios sentidos-, organización, control y capacidad represiva de las autoridades paulistas, la insurrección delictiva en curso deja entrever el infierno creado por sociedades tan incapaces de prevenir el delito como de sancionarlo con un mínimo sentido de humanidad. Marcos Camacho, Marcola, principal cabecilla del PCC, es un caso elocuente: de 38 años de edad, es producto de las prisiones, en las cuales ha vivido la mayor parte de su vida desde que era adolescente. Se dice que tiene el cuerpo marcado por batallas callejeras y por los abusos de que fue víctima en diversos centros correccionales para menores.
Se dice también que los presos que fundaron la organización en 1993 tenían el propósito de evitar la repetición de los hechos ocurridos en la penitenciaría de Carandiru -hoy demolida- en la que, un año antes, la policía militar ejecutó a 111 reclusos para sofocar una revuelta.
Tal vez sea absurdo esperar que un modelo económico y social generador de delincuentes, e implacable con los sectores mayoritarios de la población inocente, castigue en forma civilizada a quienes han quebrantado las leyes. De todos modos, ahora ya es muy tarde para actuar con lo que debiera ser, después de la seguridad, el criterio más importante en un reclusorio: la piedad.