Por
Joaquín
Hurtado
¿Qué diablos tendrá el ñango de Joaquín
con esa flaquencia galopante? —Preguntaste alguna vez que estuve
en tu casa. Hay cosas, primo, que es mejor no revelar. Así nos
la vamos llevando todos en armonía. Yo de visita en tu rancho,
tú siendo el amable anfitrión que se desmañanaba
por tener el cordero asándose desde el alba.
Y yo te mentía porque no se me notaba tanto. Ahora ya no puedo
salir de manera impune con esta calavera a visitar a nadie. Estoy seguro
que de haberte enterado de lo mío no me hubieras rechazado y,
por el contrario, habrías buscado cómo ayudar sin ser
notado, sin cuestionamientos ni dobleces. Llevas el apellido de mi
madre, y salvo una o dos excepciones, ese linaje es de naturaleza sosegada
y noble.
Por eso me duele tanto lo que me contó mi hermana. Supuestamente
nadie sabe nada del secuestro del que fuiste víctima hace unas
semanas. Pero ya ves: todo se sabe.
Ahora el terror nos iguala, primo. Tú tan grandote, saludable,
aguantador, echado para adelante. Generoso y bello. Ya no se te reconoce,
dicen. Eres otro después de los diez días que te tuvieron
en cautiverio. Días que no existieron. Y cómo vas a ser
el mismo después de las mil torturas físicas y mentales.
Con qué cara salir, a dónde, si te quedaste sin tierras,
camioneta, casa y patrimonio de tus chamacos para pagar el rescate.
Además enfermo de la presión, diabetes y todo lo que
se acumule en la semana.
Ah, maldita frontera. Maldita capital. Maldito país despanzurrado.
No tengo qué decirte si se supone que yo nada sé. Y supuestamente
tú no sabes de lo mío. Estamos a mano. Estúpidamente
igualados en este silencio pavoroso. Es un hecho que tú no recibirás
estas palabras que te pertenecen pero no debes leer. ¿Entiendes?
Yo tampoco. Pero esta es la vida que nos ha tocado andar.
Tan lejanos aquellos días azules bajo el sol tamaulipeco, nadando
en los canales que alimentaba el Río Bravo. ¿Te acuerdas?
Lo único que deseo decirte por ahora es que no tienes nada de
qué preocuparte. A fin de cuentas, nada pasó. Nada pasa.
Lo que no se dice no existe. Ya encontrará uno cómo resolver
el hundimiento propio, de su familia, de los viejos.
Sin embargo nada ablanda la crispación de los puños,
ni destraba las quijadas endurecidas. Ni cómo chillar a grito
abierto. ¿Cómo? Que chillen los jotos, los cobardes,
los rajados, los empinados. Uno no puede, no debe. Te entiendo.
Pero doblarse, aunque sea a escondidas, hace bien, primo: chíllale,
cabrón, que la vida sigue y los verdugos vienen por más.
Te lo digo por experiencia.
|
|