Fernando Pessoa
La superflua realidad de la vida
(Una carta)
En 1913 el poeta carioca Ronald de Carvalho (1893-1935) publicó en París Luz gloriosa, su primer libro. Vinculado desde 1914 al movimiento futurista de la revista lisboeta Orfeu, que proyectó la obra de Fernando Pessoa, Ronald se convertiría en una voz importante del modernismo brasileño, especialmente con su libro Toda a América, de 1926. En carta de 1915, reproducida en esta página, Pessoa comenta Luz gloriosa a su autor, a quien nunca conoció personalmente, usando un método crítico "de la sensibilidad" donde el discurso impresionista y confesional explicita algunas ideas centrales de la estética del maestro portugués.
Alfredo Fressia.
Lisboa, 28 de febrero de 1915
Mi querido Poeta:
Le escribo a deshoras de la Delicadeza. Hace meses que Luis de Montalvor me hizo llegar a los ojos su libro. Aunque lo haya leído sin tardar, he demorado el agradecimiento más allá de los límites que suelen usarse. La licencia poética no admite tanto. He abusado del derecho concedido a los camaradas de contestar de lejos a propósito. Comienzo mi carta por pedirle las disculpas a que obliga esta postergación.
No sé qué decirle de su libro que sea realmente un ajuste entre mi sensibilidad y mi inteligencia. Es de verdad la obra de un Poeta, pero no todavía de un Poeta que se encontrara, si es que un Poeta no es, fundamentalmente, alguien que nunca se encuentra. Hay imperfecciones y desprolijidades en sus versos. Se ven todavía entre las flores las marcas de sus andanzas. No deberían verse. Al Poeta pertenece el haber andado, sin otro vestigio que el permanecer de las rosas. ¿Para qué las ramas quebradas, todavía, y el tallo partido de las violetas?
No debería decirle esto, tal vez, sin adelantarle que soy el más severo de los críticos que ha habido. Les exijo a todos más de lo que pueden dar. ¿Para qué les exigiría lo que cabe en la capacidad de sus fuerzas? El Poeta es el que siempre excede a aquello que puede hacer.
Su libro es de los más bellos que he leído recientemente. Le digo esto para que, no conociéndome, no me considere predispuesto a la severidad sin atención a las bellezas de su libro. Hay en él aquello con que se hacen los grandes Poetas. De vez en cuando la mano del escultor hace hablar las curvas irreales de su Materia. Y entonces es su poema sobre el muelle y su impresión del otoño, y este o aquel verso, caído de los dioses como el azul del cielo en los intervalos de la tormenta. Exija de sí lo que sabe que no podrá hacer. No es otro el camino de la Belleza.
He vivido tantas filosofías y tantas poéticas que me siento ya viejo, y es por eso que me doy el derecho de aconsejarle, como Keats a Shelley, que permanezca de vez en cuando con las alas cerradas. Hay un gran placer estético a veces en dejar pasar, sin expresarla, una emoción cuyo pasaje nos exige palabras. De nuestros jardines interiores sólo debemos tomar las rosas más alejadas y las mejores horas y fijar sólo aquellas ocasiones del crepúsculo cuando duele demasiado sentirnos a nosotros mismos. El resto es sólo la brisa que pasa y no tiene otro aroma sino el momento que roba a la inmortalidad de los jardines.
Escribo y me detengo... Me pregunto si podrá usted juzgar todo esto, que no se desborda en elogios, una crítica adversa. No lo conozco y no sé. Pero fíjese que sólo a quien mucho aprecio escribo sobre estas cosas. Ciertamente me hará justicia si me cree que a quien no tiene ningún valor le digo inmediatamente que tiene mucho. Sólo vale la pena señalar los errores de los que son verdaderamente Poetas, de aquellos en quienes los errores son errores. ¿Para qué señalar los errores de los que sólo tienen en sí la disposición para errar?
Con todo esto, que parece vacilar en el elogio, le repito que su libro es de los más bellos que he leído últimamente. Su imaginación, enfermiza y delicada, es una princesa que mira desde las ventanas el lujo lejano de los estanques. Veo que siente los reflejos. Son en efecto las mejores horas del agua, y por cierto que las más bellas son aquellas, en jardines todavía del siglo xviii, donde la tristeza de una civilización muerta tiembla todavía, como un gesto en la sombra, en la sombra rápida del agua que se disipa.
La mala sensibilidad me duele. Ciertamente nos encontramos en otro tiempo y entre sombras de alamedas nos dijimos uno al otro en secreto nuestro común horror a la realidad. ¿Lo recuerda? Éramos niños.
Nos habían sacado los juguetes porque insistíamos en que los soldados de plomo y los barcos de lata tenían una realidad más precisa y espléndida que los soldados-gente y los barcos que son útiles en el mundo. Anduvimos animados durante largas horas por la quinta. Como nos habían sacado las cosas donde poníamos nuestros sueños, nos pusimos a hablar de ellas para con ellas quedarnos otra vez. Y así volvieron a nosotros, en su plena y espléndida realidad ¡qué pago de seda para nuestros sacrificios!, los soldados de plomo y los barcos de lata; y a través de nuestras almas continuaron existiendo, para que jugáramos con ellos. La hora (¿no lo recuerda?) era demasiado cierta y humana. Las flores tenían su color y su perfume de soslayo para nuestra atención. Todo el espacio estaba levemente inclinado, como si Dios, por astucia en el juego, lo hubiera levantado del lado de las almas; y sufríamos la inestabilidad del juego divino como niños que aprecian las travesuras que les hacen, porque son muestras de cariño adulto.
Fueron bellas esas horas tristes que vivimos juntos. Nunca volveremos a ver esas horas, ni ese jardín, ni nuestros soldados ni nuestros barcos. Quedó todo envuelto en el papel de seda de nuestro recuerdo de todo aquello. Los soldados pobres de ellos rasgan casi el papel con sus escopetas eternamente al hombro. Las proas de las barcas están siempre por romper el envoltorio. Y sin duda que todo el sentido de nuestro Exilio es éste, el que nos hayan envuelto nuestros juguetes de antes de la vida, el que los hayan colocado en el estante que está exactamente fuera de nuestro gesto y de nuestra capacidad. ¿Habrá una justicia para los niños que somos? ¿Nos serán restituidos, por más que lleguen a donde no llegamos, nuestros compañeros de sueño, los soldados y los barcos?... Sí, e incluso nosotros, porque nosotros no éramos esto que somos... Éramos de una artificialidad más divina... Parecíamos estar destinados a cosas menos tristes que el alma.
Escribo y divago, y todo esto me parece que fue una realidad. Tengo la sensibilidad tan a flor de la imaginación que casi lloro con esto, y soy otra vez el niño feliz que nunca fui, y las alamedas y los juguetes... y sólo, al final de todo, la superflua realidad de la vida...
Perdóneme que le escriba así... A la Vida, al fin y al cabo, vale la pena que se le diga esto. Dios me escucha tal vez, pero "por sí mismo oye", como todos los que escuchan... La tragedia fue ésta, pero no hubo dramaturgo que la escribiera...
¿Para qué le estoy diciendo esto?
Me doy cuenta de repente de que mi imaginación, a expensas de mi inteligencia, le hizo una crítica a su libro. La hizo amablemente, como no podía dejar de ser, y porque así lo exigía nuestra convivencia, la del jardín antiquísimo cuando el Mundo no había creado todavía la necesidad de haber sido creado por Dios. De verdad fueron de un ateísmo espiritual aquellas horas que perdimos en los jardines. Existimos ahí, porque los jardines éramos nosotros también. Después los séquitos se fueron.
Los sonidos de su extensa partida se retardaron en la brisa... Nos quedó el alma, como un exilio inevitable, y escribimos versos para acordarnos de lo que fuimos...
Lo abraza
Fernando Pessoa
Traducción de Alfredo Fressia.
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