La Jornada Semanal,   domingo 30 de abril  de 2006        núm. 582

Ricardo Bada

El primer requisito de la inmortalidad

Creo que no se ha prestado bastante atención al hecho de la importancia del aporte polaco a la vida intelectual y artística del siglo XX, con una cola flamígera que se arrastra hasta el XXI.

Pensemos en lo que afirmó el Premio Nobel de Literatura Joseph Brodsky, ruso nacionalizado USAno: que la mejor poesía escrita en ese siglo era la polaca, y lo avalaba con los nombres de Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska, así mismo Premios Nobel, respectivamente en 1980 y 1996, amén de Zbigniew Herbert, quien nunca recibió la distinción sueca por la sencilla razón de ser el que más la merecía de los tres.

Pensemos en Jerzy Grotowski, fundador en 1959 del Laboratorio Teatral que lo empareja de un lado con el Teatro del Arte del ruso Stanislawski y del otro con el Actor’s Studio neoyorquino, siendo ellos los tres grandes métodos que han revolucionado el arte de la interpretación teatral y, por ende, cinematográfica.

Pensemos, puesto que hablamos de cine, en la obra de Andrzej Wajda (Ceniza y diamantes, Korczak, El hombre de mármol), en la de Krysztof Kieslowski con su trilogía Azul, Blanco, Rojo, y en la de Roman Polanski (El cuchillo en el agua, Chinatown, El pianista), todas ellas obras espléndidas del séptimo arte.

Pensemos en uno de los mayores memorialistas y escritores del siglo, Witold Gombrowicz, acerca del cual uno se pregunta cuándo será que la municipalidad de Buenos Aires saltará sobre su propia sombra y le dedicará una calle, una que desemboque en la Plaza Julio Cortázar, y pensemos en uno de los más grandes periodistas de la historia, Ryszard Kapuściński, cuyos libros debieran ser lectura obligatoria en todas las escuelas de periodismo de todo el mundo.

Pensemos finalmente en la literatura llamada de ciencia ficción, y en sus tres autores sine qua non y sine canon: los USAnos Isaac Asimov y Ray Bradbury, y el polaco Stanislaw Lem. Y si damos por incontrovertible la opinión de Borges de que la metafísica no es otra cosa que una ciencia ficción, incluso se podría añadir a la lista el nombre del también polaco Karol Woityla.

Reduccionismo puro sería decir que de semejante profanísima trinidad Asimov es el científico, Bradbury el poeta, y Lem el filósofo, pero por ahí van los tiros. Lo demostraría un libro como Summa technologiae (1964), si no fuese porque un filósofo eminente, y compatriota del autor, Leszek Kolakowski, lo reseñó diciendo que era "una perla de la literatura que se ocupa de la filosofía de la técnica". Pero sabido es que los filósofos aborrecen que los legos se inmiscuyan en su terreno.

De todos modos, el Lem más asequible y el que obtuvo tanta resonancia pública que se habla de 30 millones de ejemplares de sus obras, en varias decenas de idiomas por toda la ecúmene, es el de las novelas La nebulosa de Andrómeda (1955) y Solaris (1961) —filmada en 1972 por Andrei Tarkovsky, quien conseguiría con ella el premio especial de Cannes de ese año, mas no la aprobación de Lem—, y el libro de cuentos Ciberiada: fábulas para una era cibernética (1965), un volumen éste que, no por casualidad ni por hipérbole, ha sido comparado con Las mil y una noches, El decamerón y el opus magno de Chaucer, Los cuentos de Canterbury.

Pero puesto que mencioné a Borges, bueno sería acrecentar que la maestría y la sabiduría literarias de Lem exceden con mucho las de Asimov y Bradbury, como lo ponen de manifiesto dos obras maestras y borgianas: Un vacío perfecto (1971), coetánea de reseñas de libros que nunca se han publicado —y que por lo tanto puede entenderse perfectamente como una mirada profunda al taller del autor—, y Magnitud imaginaria (1973), que es una colección de prólogos a libros que nunca se han escrito, con lo que complementa y amplía la visión de la anterior.

En Un vacío perfecto se encuentra una de sus más inteligentes y preñadas seudorecensiones, la de Gruppenführer Luis XVI , donde un jerarca de las ss, gracias a una parte salvada del tesoro de la tétrica organización nazi, funda un Estado fantasma en un inaccesible lugar de Argentina, siguiendo el modelo de la corte del rey francés Luis XVI. Un modelo que a su vez, ese jerarca de las ss, Siegfried Taudlitz, ha confeccionado mentalmente a partir de la lectura de novelas basura de las que se editan en fascículos. Es un recurso genial de Lem para hacer una crítica política ingeniosamente camuflada.

Pero volviendo a su fuerte, la ciencia ficción: para Lem, visionario que anticipó la clonación y la nanotecnología, los biochips y las máquinas rastreadoras en internet, el elemento esencial de su preocupación pasaba por el meridiano del ser humano, y no de los robots: "¿Para qué robots que sepan escalar, nadar y correr, si ya estamos aquí nosotros?" Y jamás se privó de expresar un sutil desdén por la ciencia ficción anglosajona, a la que consideraba kitsch, demostrándolo de manera inequívoca cuando convirtió a un planeta, Solaris, en una forma de vida. Stanislaw Lem comentó al respecto: "No puede haber contacto con él, porque es imposible. El problema de la ciencia ficción estadunidense es que en el espacio todo el mundo habla inglés."

Stanislaw Lem nació un día de guarismos reversibles, el 12/IX/1921, y el lunes 27 de marzo de este año, ochenta y cuatro años, seis meses y quince días después, quizás haya regresado a Solaris, pero resta (y además suma) para siempre en la memoria de sus lectores. Como Lem mismo dijo alguna vez: "El primer requisito de la inmortalidad es la muerte." Ya cumplió con él.