Anteojeras americanas
Ampliar la imagen Familiares de una niña de cuatro años fallecida tras la explosión de un coche bomba realizan sus exequias en una mezquita de Bagdad Foto: Ap
Ahora que la mayoría de los estadunidenses dejaron de creer en la guerra, ahora que ya no confían en Bush ni en su gobierno, ahora que la evidencia del engaño es apabullante (tanto, que hasta los principales medios, siempre tarde, comienzan a registrar indignación), podríamos preguntar: ¿cómo tanta gente se dejó engañar tan fácil?
La cuestión es importante porque nos podría ayudar a entender por qué los estadunidenses se apresuraron a declarar su apoyo a que el presidente enviara tropas al otro lado del mundo rumbo a Irak.
Una muestra de la inocencia de la prensa (de servilismo, para ser más exactos) fue cómo reaccionó a la presentación que hizo Colin Powell en febrero de 2003 ante el Consejo de Seguridad, un mes antes de la invasión; un discurso que tal vez fijó el nuevo récord de falsedades incluidas en una sola charla. En su discurso, Powell sacudía sus "evidencias" cual si fueran sonaja: fotografías de satélite, grabaciones de audio, reportes de informantes, estadísticas precisas de cuantos galones de esto y lo otro constituían la base de una guerra química. El New York Times se quedó sin aliento de tanta admiración. El editorial del Washington Post se titulaba "Irrefutable", y declaraba que "era difícil imaginar que alguien pudiera dudar que Irak poseía armas de destrucción masiva".
Me parece que existen dos razones que van hondo al interior de nuestra cultura, las cuales ayudan a explicar la vulnerabilidad de la prensa y la ciudadanía ante tan afrentosas mentiras que acarrean la muerte para decenas de miles de personas. Si podemos entender dichas razones, nos podremos defender mejor del engaño.
Una es la dimensión del tiempo, es decir, una ausencia de perspectiva histórica. La otra es la dimensión del espacio, es decir, una incapacidad para pensar fuera de los límites del nacionalismo. Estamos acorralados en la arrogante idea de que este país es el centro del universo, y es excepcionalmente virtuoso, admirable, superior.
Si no sabemos historia, nos volvemos un plato de viandas para los políticos carnívoros y los intelectuales y periodistas que aportan los cuchillos. No hablo de la historia que aprendimos en la escuela, una historia servil a nuestros líderes políticos, de los tan admirados Padres Fundadores a los presidentes de años recientes. Hablo de una historia que es honesta con el pasado. Si no la conocemos, cualquier presidente puede erguirse ante la batería de micrófonos y declarar que debemos ir a la guerra sin que tengamos base para cuestionario. Dirá que la nación está en peligro, que la democracia y la libertad están en juego y por tanto debemos enviar embarcaciones y aeroplanos para destruir a nuestro nuevo enemigo, y no tendremos razones para no creerle.
Pero si sabemos algo de historia, si sabemos cuántas veces los presidentes han hecho declaraciones similares que resultaron mentiras, ya no nos podrán engañar. Aunque muchos podamos ufanarnos de que nunca nos han engañado, aun deberemos aceptar el deber civil de alertar a nuestros conciudadanos contra la mendacidad de los altos funcionarios.
Deberíamos recordar a cuantos podamos que el presidente Polk mintió a la nación acerca de los motivos para emprender una guerra contra México en 1846. No fue que México "derramó sangre estadunidense en suelo estadunidense", sino que Polk y la aristocracia esclavista ambicionaban la mitad de México.
Podríamos señalar que el presidente McKinley mintió en 1898 acerca de los motivos para invadir Cuba, diciendo que queríamos liberar a los cubanos del control español, pero la verdad es que queríamos que España se saliera de Cuba para que la isla quedara disponible para la United Fruit y otras corporaciones estadunidenses. También mintió acerca de las razones para nuestra guerra en Filipinas, alegando que lo único que queríamos era "civilizar" a los filipinos, cuando la motivación real era poseer una porción valiosa de bienes raíces en el lejano Pacífico, aun cuando tuviéramos que asesinar a cientos de miles de filipinos.
El presidente Woodrow Wilson -tantas veces caracterizado en nuestros libros de historia como un "idealista"- mintió acerca de los motivos para entrar a la Primera Guerra Mundial: "hacer del mundo algo seguro para una democracia", cuando en realidad quería un mundo seguro para las potencias imperialistas occidentales.
Harry Truman mintió cuando dijo que la bomba atómica se lanzó sobre Hiroshima porque era "un blanco militar".
Todo mundo mintió en torno a Vietnam: Kennedy acerca del grado de nuestro involucramiento, Johnson acerca del Golfo de Tonkín, Nixon en torno al bombardeo secreto sobre Camboya, y todos alegaban que era para impedir que el comunismo se apoderara de Vietnam del Sur, cuando en realidad se pensaba en Vietnam del Sur como un puesto de avanzada estadunidense en el filo del continente asiático.
Reagan mintió acerca de la invasión de Granada, alegando falsamente que era una amenaza para Estados Unidos.
El viejo Bush mintió acerca de la invasión de Panamá, lo que provocó la muerte de miles de ciudadanos ordinarios en ese país. Y volvió a mentir al atacar Irak en 1991. No era por defender la integridad de Kuwait; se trataba de garantizar el poderío estadunidense en el Medio Oriente, tan rico en petróleo.
Ante el avasallante recuento de mentiras, ¿puede alguien escuchar al joven Bush y creerle cuando expresa las razones para invadir Irak? ¿No nos rebelaremos instintivamente en contra de sacrificar vidas a cambio de petróleo?
Una lectura cuidadosa de la historia podría ofrecernos otra salvaguarda contra el engaño. Nos haría ver con claridad que siempre ha habido, y todavía existe, un profundo conflicto de intereses entre el gobierno y el pueblo de Estados Unidos. Este pensamiento abruma a la mayoría de las personas, porque va en contra de todo lo que nos han enseñado.
Desde el principio nos hicieron creer que fuimos "nosotros el pueblo" -como lo dijeron los Padres Fundadores en el preámbulo a la Constitución- quienes establecimos el nuevo gobierno después de la revolución de independencia. Cuando el eminente historiador Charles Beard sugirió, hace cien años, que la Constitución no representaba al pueblo trabajador ni a los esclavos, sino a los tratantes de esclavos, a los comerciantes, a los accionistas, fue objeto de un indignante editorial del New York Times.
Nuestra cultura exige, en su propio lenguaje, que aceptemos una comunalidad de intereses que nos funde a unos con otros. No debemos hablar de clases. Sólo los marxistas lo hacen, pese a que James Madison, "padre de la Constitución", dijo, 30 años antes de que Marx naciera, que había un inevitable conflicto en la sociedad, entre quienes tenían propiedades y los que no.
Nuestros actuales líderes no son tan cándidos. Nos bombardean con frases como "interés nacional", "seguridad nacional" y "defensa nacional", como si todos estos conceptos se aplicaran por igual a todos: gente de color o blanca, ricos o pobres, como si General Motors o Halliburton tuvieran los mismos intereses que el resto de nosotros, como si Bush tuviera el mismo interés que el joven o la muchacha que envía a la guerra.
Seguramente en la historia de las mentiras dichas a la población ésta es la más grande; en la historia de los secretos, este es el mayor: que no hay clases con diferentes intereses en Estados Unidos. No saber que la historia de nuestro país es la de los dueños de esclavos contra los esclavizados, de terratenientes contra peones, de corporaciones contra trabajadores, de ricos contra pobres es rendirnos ante las ruines mentiras de la gente en el poder.
Si como ciudadanos empezamos con un entendimiento de que estas personas ahí arriba -el presidente, el Congreso, la Suprema Corte, todas esas instituciones que pretenden ser "controles y equilibrios"- no dan cabida a nuestros intereses, nos encaminaremos hacia la verdad. El no saber nos vuelve indefensos.
Y luego en incontables ceremonias se espera que nos paremos e inclinemos la cabeza al cantar el himno nacional que alude a las "barras y las estrellas" y anuncia que somos "la tierra de los libres y el hogar de los valientes". Además está el himno nacional no oficial "Dios bendiga America". A uno lo ven con sospecha si pregunta por qué Dios escogió a esta nación -tan sólo 5 por ciento de la población mundial- para recibir la bendición de El o Ella.
Si hemos de protegernos a nosotros y a nuestros conciudadanos de políticas que puedan ser desastrosas no sólo para otros pueblos, sino también para los estadunidenses, es necesario encarar hechos que contradicen la idea de que somos una nación singularmente virtuosa.
Debemos ver de frente nuestra larga historia de limpieza étnica, en la cual millones de indígenas fueron expulsados de sus tierras mediante masacres y evacuaciones forzadas. Y nuestra larga historia (que no ha quedado atrás) de esclavitud, segregación y racismo. Debemos encarar nuestro récord de conquistas imperiales, en el Caribe y el Pacífico, nuestras vergonzosas guerras contra países 10 veces más pequeños que el nuestro: Vietnam, Granada, Panamá, Afganistán, Irak. Y el borroso recuerdo de Hiroshima y Nagasaki. No es una historia de la que podamos sentirnos orgullosos.
Nuestros líderes la dan por sentada, y han plantado esa creencia en la cabeza de mucha gente: por nuestra superioridad moral nos toca dominar el mundo. Al final de la Segunda Guerra Mundial, Henry Luce, con la arrogancia propia del dueño de Time, Life y Fortune, anunció que el siglo XX era "el siglo americano", y dijo que la victoria había conferido a Estados Unidos el derecho "a ejercer sobre el mundo el impacto pleno de nuestra influencia para los propósitos que nos parezcan bien y por los medios que nos plazcan".
Ambos partidos, el Republicano y el Demócrata, han abrazado esta noción. El 20 de enero de 2005, en su discurso de toma de posesión, Bush dijo que difundir la libertad por el mundo era "el llamado de nuestro tiempo". Y en 1993 Bill Clinton declaró en la academia militar de West Point: "Los valores que han aprendido ustedes aquí... lograrán difundirse por este país y por todo el mundo y darán oportunidad a otros pueblos de vivir como ustedes han vivido para expandir las capacidades que Dios les dio".
¿En qué se basa la idea de nuestra superioridad moral? Seguramente no en nuestro comportamiento con la gente de otras partes del mundo. ¿Se basa en qué tan bien vive la gente en Estados Unidos? En 2002, la Organización Mundial de la Salud catalogó los países en términos de su desempeño global de salud, y Estados Unidos ocupaba el lugar 37 en la lista, aunque gaste más per capita en atención a la salud que cualquier otra nación. Uno de cada cinco niños en este país, el más rico del mundo, nace en la pobreza. Hay cuando menos 40 países con mejores calificaciones respecto de la mortalidad infantil. Cuba lo hace mejor. Y en verdad hay un signo claro de enfermedad social cuando somos el país con mayor número de personas en prisión, más de 2 millones.
Una estimación más honesta de nosotros como nación nos prepararía para la siguiente andanada de mentiras. También podría inspirarnos a crear una historia diferente para nosotros si apartamos nuestro país de los mentirosos y asesinos que lo gobiernan, si rechazamos la arrogancia nacionalista, para que podamos unirnos al resto de la raza humana en la causa común de la paz y la justicia.
Howard Zinn es coautor, con Anthony Arnove, de Voices of a People's History of the United States.
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Este texto apareció en The Progressive, el 21 de marzo de 2006.
Traducción: Ramón Vera Herrera
© 2006 The Progressive