Los documentos de la fiscalía
Ampliar la imagen Los halcones en acción el 10 de junio de 1971 FOTOArchivo Paco Ignacio Taibo II
En México los secretos de Estado suelen ser considerados por los funcionarios públicos en turno como patrimonio privado y personal. No hay entre nosotros una conciencia institucional del ejercicio del poder. La corrupción se encubre, al igual que gran parte de la toma cupular de decisiones económicas, políticas o militares. No queda memoria del motivo por el que se tomaron ciertas decisiones ni vestigios de las rutas que esas decisiones siguieron para beneficiar o perjudicar a personas o grupos.
Aún no hemos querido comprender que las tareas de gobierno, en todos sus niveles, no pueden ser vistas como patrimonio particular o privado; que deben registrarse como memoria institucional y no como capricho de gobernantes. La memoria histórica e institucional de México y las tareas públicas no pueden estar a merced de la buena disposición u ocurrencia personal y privada. Ahora que la nación enfrenta algunos asuntos importantes es buen momento para que los secretos de Estado comiencen a dejar de ser patrimonio personal y empiecen a ser de la nación.
Digo que ahora es buen momento porque aún se desempeñan en sus cargos públicos el titular de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), Ignacio Carrillo Prieto; el procurador general de la República, Daniel Cabeza de Vaca, y el presidente Vicente Fox, y por ello están a tiempo de evitar la pérdida desastrosa de la memoria política reciente de México.
Insisto en esto debido a que ha llegado a la opinión pública la documentación filtrada a medios extranjeros -hace algunas semanas-, relacionada con las tareas de investigación de la guerra sucia en esa fiscalía. Como apuntó la señora Kate Doyle en una nota publicada en un diario de Estados Unidos, que no explica las razones ni el contexto, conozco, en efecto, parte de esa importante y fundamental documentación porque he participado desde hace muchos años en esfuerzos análogos de instituciones públicas y privadas, compartiendo mis propias investigaciones de campo y de archivos.
Mi trabajo sobre la guerra sucia en el estado de Guerrero, antes, durante y después de la guerrilla de Lucio Cabañas fue la base minuciosa y documentada de mi novela Guerra en el paraíso. En esos años (1985-1991) ningún investigador "aficionado" o "profesional" intentaba penetrar en los laberintos de la historia oral o archivos hemerográficos. La amplia o reducida información que obtuve en más de cinco años de investigación de campo y en archivos la compartí por vez primera con la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuando Jorge Carpizo era su presidente y Luis Raúl González era el enlace conmigo y con las familias campesinas de la sierra de Guerrero que le sugerí contactar. Apoyé a ambos porque su labor en ese momento me pareció útil para el país, y porque Carpizo y yo habíamos sido amigos en nuestros años de estudiantes en la Facultad de Derecho.
En esta ocasión, en cuanto al comentario de la señora Doyle, mis trabajos de investigación en Guerrero y mis análisis sobre la documentación desclasificada del 2 de octubre de 1968, reunidos en mi libro Rehacer la historia, me convirtieron en una de las -afortunadamente- numerosas fuentes de información para el trabajo de los investigadores de la fiscalía especial.
En efecto, repito, conozco parte de esa documentación institucional. Digo institucional porque fue producida en la PGR por instrucciones institucionales y oficiales del Poder Ejecutivo federal, que pretendía cumplir un compromiso de campaña y una responsabilidad pública. Esta investigación realizada por historiadores de la Femospp, lograda a pesar de la falta de apoyo, recursos e inclusive sueldos, constituye un avance importantísimo en el esclarecimiento de nuestra memoria histórica reciente, que no se debe subestimar, ocultar y menos extraviar.
Sin embargo, temo que esté preparándose el terreno para minimizar esta documentación, particularmente por la tardanza en asumir oficialmente los resultados y por el cierre prematuro de la fiscalía.
El compromiso con la nación para aclarar la guerra sucia de los 70 y 80 o las masacres de 1968 y 1971 permanece vivo e insoslayable. Fox se comprometió a ello como candidato y como Presidente. Primero prometió crear una comisión de la verdad; luego decidió impulsar la fiscalía especial. Ahora falta apoyar plenamente en términos políticos, judiciales e históricos los trabajos que ahí se desarrollaron. Muchos de esos materiales no están concluidos todavía. Por eso es una indeseable y pésima señal que la PGR afirme que los propósitos de la fiscalía ya se cumplieron. Nadie creerá esta versión oficial hoy, y mucho menos la creeremos mañana. Aún es tiempo de recapacitar en esto.
No ha sido fácil para México enfrentar estos temas. A menudo han sido escritores quienes han iniciado tales esfuerzos. La historia sangrienta del país en los primeros cuatro siglos fue rescatada y narrada en el siglo XIX por Vicente Riva Palacio y Manuel Payno en El libro rojo. Ahí se revelan momentos sangrientos de muchas regiones, grupos y épocas de México. La tradición sanguinaria y arbitraria que se consigna en esas páginas parece no haber disminuido, sino aumentado con los preliminares de la Revolución Mexicana y las traiciones y enfrentamientos que extendieron esa lucha varios lustros, a menudo también tratada por escritores. La segunda parte del siglo XX no fue mejor que el pasado.
Una de las masacres del México contemporáneo ocurrió en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. Otra más el jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971. A lo largo de la llamada guerra sucia, que motivó la creación de la fiscalía, el Estado mexicano empleó brutalmente la fuerza del Ejército y de corporaciones policiacas federales y locales contra los jóvenes -de entre 17 y 25 años- que proponían crear un México más justo, y contra campesinos, que en muchas comarcas de Guerrero fueron ultrajados, aprehendidos, torturados y asesinados.
La masacre en Acteal en 1997 fue otro hecho ominoso. Otro más, sangriento e inexcusable, fue la matanza de campesinos desarmados en el vado de Aguas Blancas, Guerrero, en 1995. Siguieron después las de El Bosque y El Charco.
A lo largo de varias décadas se han mantenido encubiertos los nombres de los responsables directos y las causas y circunstancias en que se tomaron esas inexcusables medidas desde la policía, el Ejército y los gobiernos. El conocimiento de estos hechos, la aclaración y deslinde de los responsables, el paradero o destino de los desaparecidos; la aplastante, brutal o ilegal fuerza del Estado que reprimió a campesinos y jóvenes, merecen ser investigados y revelados por la salud política de la sociedad entera. ¿Por qué el silencio, más que la impunidad, tendría que merecer México en la historia de la barbarie pública?