La ladrona de cigarros
En cada barrio de París existe siempre un personaje extravagante, solitario, que atrae la atención de los vecinos sin que éstos sepan gran cosa de su vida. Algunos, más curiosos, tratan de conocer detalles sobre los motivos que condujeron a esa persona a su sospechosa conducta. Pero no se atreven a hablarle, temerosos quizá de un contagio. No se trata de los simples clochards (término aparecido en 1908, a partir de la palabra clocher ''cojear", con el cual se designa la gente inadaptada, sin domicilio ni trabajo, mendigos y vagabundos, con una botella de vinaza en la mano), figuras cotidianas en las calles de grandes ciudades donde pueden perderse en el acogedor anonimato. A la vez anónimos y conocidos, los clochards forman parte del paisaje: los vecinos saben a cuál dar una moneda, a cuál evitar, con quién cruzar dos palabras, a cuáles de ellos encontrarán roncando rítmicamente en el suelo al anochecer, abrazados a su último amor: un litro de mal vino.
Los personajes a quienes me refiero son otros. Sus vidas son secretas. Rechazan la ayuda. El orgullo, en muchos de ellos, es la actitud que emana de sus ojos que parecen no mirar a los otros caminantes, ensimismados en la soledad de sus pensamientos. Deambulan por la calle sin dirigirse a un lugar preciso. No responden a ninguna inclinación de cabeza. Van de ninguna parte a ninguna parte. Parecen salir de algunos relatos de Le Spleen de Paris, los solitarios empedernidos de Charles Baudelaire que se mueven entre el gentío tratando en vano de extraviarse en él, diferentes del resto de paseantes, distinguibles de inmediato por los ojos del poeta enmascarado que se decide a seguirlos para adivinar el misterio que rodea sus existencias.
Seres crepuscularios que yerran atrapados entre los dos eternos crepúsculos del amanecer y el anochecer. Hombres y mujeres majestuosos, aun en su decadencia, que han cesado de tratar de entender por qué existen al comprender, acaso, que nunca comprenderán la enigmática y delirante razón de ser para morir.
En los parajes de la plaza Maubert, una mujer pasea todos los días su regia decrepitud. La veo desde hace 21 años que llegué al barrio. En ese entonces, sus excentricidades ya notorias arrancaban una sonrisa entre socarrona y respetuosa a la que ella respondía a veces con una sonrisa de mofa, altanera, insolente, que los obligaba a bajar la vista con rapidez. La mujer los miraba de arriba abajo adivinando y evaluando la miseria de sus días. Era una dama vestida con un traje sastre conveniente, un collar de perlas al cuello, zapatos con un pequeño tacón. Nada en ella parecía particular.
De repente, se acercaba a una de las mesitas situadas en las terrazas de los cafés, extendía con imperio la mano y, antes de terminar un murmullo inaudible, tomaba ella misma un cigarro de la cajetilla de los clientes. Cuando la cajetilla no era visible, se contentaba del cigarro encendido que reposaba en el cenicero, antes de alejarse sin dar las gracias ni mirar hacia atrás.
En eso pasó sus días durante años. La gente del barrio la conocía y le extendía un cigarro. Los extranjeros a la plaza Maubert y sus alrededores la miraban extrañados sin atreverse a protestar. Se iba a su casa ya avanzada la noche para volver a la calle al crepúsculo matinal. Jamás se la veía hacer compras. Siempre la misma, errando sin cesar durante horas, reuniendo cigarros. Con los años llegó el cansancio y pudo vérsela apoyada contra un auto, después sentada a la entrada de un edificio con dos o tres escalones que le servían de silla. Vino la decadencia, se acabó el traje sastre, el collar, los zapatos, las medias: erraba en pantuflas, cubierta con un viejo vestido arrugado, robando con descaro las cajetillas de cigarros, arrojada lejos de las terrazas.
Es una vieja riquísima, me dijeron. Pensé en seguirla para descubrir su vida, como tenía costumbre hacer Baudelaire cuando alguien lo intrigaba. ¿Por qué roba cigarros? Nadie sabe, pero una vieja habitante del barrio me contó que fue casada con un duque inglés por su millonaria madre. Llegó el abandono del lord inglés, la muerte de la madre y, desde hace un cuarto de siglo, la errancia diaria en busca de cigarros gratis.