La excavación es la menos peligrosa y mejor equipada de su tipo en el país
La Esmeralda: bajando con seguridad cerca de los dominios del diablo
"Línea de vida" y equipos de autorrescate, presentes sólo en seis minas de Coahuila
Ampliar la imagen Una cuadrilla de rescate, de la empresa General de Hulla, se prepara para entrar a la mina Pasta de Conchos Foto: María Meléndrez Parada
Palau, 16 de marzo. A 300 metros bajo tierra -100 veces más de lo que uno espera recorrer después de su muerte-, lo que más te impresiona no es la oscuridad, previsible al fin, sino el viento. Una corriente de aire frío, impulsada por abanicos, te llega por la espalda y te acompañará a lo largo del recorrido sin darte jamás en la cara, siguiendo una ruta de entrada y otra de salida, a lo largo de los amplios túneles cavados en la entraña del carbón.
Estás dentro de La Esmeralda, la mina más segura y mejor equipada de su género en México. Para descender a su plataforma hay que recorrer una pendiente de mil 500 metros a bordo de un trenecito que hace el viaje en siete minutos. Desde allí, los obreros se dirigen a los cinco frentes -la parte final de las galerías cavadas en el interior del yacimiento, cada una con más de dos kilómetros de longitud-, donde hombres y máquinas extraen, en conjunto, tres toneladas y media de carbón por minuto o, lo que es lo mismo, 150 mil al mes.
Cada hora, en la vanguardia de cada túnel, dos poderosos rodillos de acero dentado, sostenidos por una máquina austriaca de la marca Alpine, arremeten contra el muro de carbón girando como escobetas para lavar biberones -guardadas todas las proporciones debidas- y en ese breve lapso cortan una rebanada negra de cuatro metros y medio de ancho, tres de alto y uno de espesor.
Cuando los grandes trozos de carbón caen al suelo, una cuadrilla de mineros los retira de inmediato con palas y picos, mientras dos más los cubren de peróxido de potasio -un polvo blanco que impide las emanaciones de gas metano y con ellas la asfixia, las explosiones y los incendios-, antes que otros obreros los trituren con marros y los conduzcan hasta la terminal más cercana de una banda sin fin, hecha de neopreno, que arrastra la "producción", como todo el mundo aquí le dice, hasta la superficie.
De acuerdo con la Norma Oficial Mexicana -NOM-, aprobada por las autoridades federales, en las minas de carbón del norte de Coahuila está prohibido trabajar cuando la concentración de metano llega a 1.5 por ciento. Pero en La Esmeralda, explica el ingeniero Armando Díaz Cárdenas, gerente de Seguridad, "el trabajo se suspende cuando los niveles son de uno por ciento".
Guía e instructor de los enviados de este diario, a los que acompaña en el recorrido por las galerías de la mina, a cada rato saca del bolsillo de su uniforme un metanómetro plateado -semejante a los antiguos radios de transistores- y aprieta los botones que él sabe para medir el gas. Gracias al viento exhalado por los abanicos y a la incesante colocación de peróxido de potasio sobre el carbón nuevo, en ninguno de los parajes por los que pasamos el metanómetro marcará arriba de 0.09 por ciento.
En la oscuridad, mientras caminamos hacia el frente noroeste, alumbrándose cada quien con el haz de la linterna que brilla sobre la visera de su respectivo casco de plástico, vemos anchas, pero breves, galerías laterales que son cuartos de herramientas, comedores, baños, y distinguimos las señas fosforescentes en las correas del arnés que por el frente y por la espalda ostentan obligatoriamente todos los que bajan a la mina, junto con su batería y su equipo de autorrescate.
Pero de repente el ingeniero Díaz voltea y nos indica que nos hagamos a un lado porque en el techo de la galería está atravesado un riel y de éste cuelgan los "vagones" de un silencioso ferrocarril en miniatura, tripulado por un muchacho que apenas sonríe al vernos, y que transporta cosas varias. El ingeniero aprovecha para enseñarnos "la línea de la vida": una cuerda paralela, tendida horizontalmente a lo largo del túnel, que cada tantos metros tiene una especie de trompo de madera para indicar a quien la use la dirección correcta hacia la salida: la parte más delgada apunta al frente del túnel y la más gruesa a la plancha por donde se sube a la bocamina.
Entonces, más adelante, una falla eléctrica apaga todo: la banda sin fin se detiene y el viento de los abanicos deja de circular. Uno, por supuesto, imagina la peor de las catástrofes y aguza los sentidos en alerta máxima. "Cuando esto se prolonga más de 30 minutos, el personal tiene la obligación de evacuar", explica el ingeniero. Luego todo vuelve a su extraña normalidad y continuamos al fondo del túnel.
Allí, una vez que los cepillos de acero avanzan un metro más dentro del carbón, otros mineros especialistas en esa faena se aprestan a colocar los arcos de acero que sostendrán el techo de la galería. Aquí ya no se utilizan los antiguos pilotes de madera de pino y los marcos cuadrados. Esta bóveda, reforzada con alambrón y madera, representa la tecnología más avanzada y proviene de las minas carboneras de Australia y Alemania, hoy por hoy las más eficientes del mundo.
Por desgracia, de las 150 minas carboneras del norte de Coahuila sólo seis cuentan con un sistema de seguridad como el de La Esmeralda; en el resto, los trabajadores dependen más bien de la misericordia celestial que no suele ser muy eficaz en los territorios cercanos a los dominios del diablo.