Felipe Garrido
El abuelo Augusto siempre fue maestro. Por muchos años, de primaria, en algún pueblo del norte calles rectas, anchas, largas; tolvaneras; montañas desnudas; una luna cruel las hace parecer de plata. Luego tuvo una escuela, con su mujer. Luego se quedó viudo. Luego perdió la escuela y se dedicó a perseguir sus fantasmas. Era andarín. Podía pasar la tarde caminando una sola calle, hasta donde acabara, en algún ejido de las afueras, y en seguida la vuelta, ya anocheciendo. Le gustaban las hembras, el coñac, cantar en francés y tocar el piano. En la mano izquierda le faltaban los dedos anular y cordial; un accidente de caza, decía. En sus últimos días daba clases de piano y de francés. Si había bebido podían ser de pianó y las cobraba al doble. Aún hay por ahí quienes aprendieron con él a tocar. Uno los reconoce a golpe de vista. Alzan las manos y antes de atacar las teclas doblan con energía los dedos que les sobran en la mano izquierda. |