Muros y violación de soberanía
Apenas un mes después de que la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobara la inefable Ley de Protección Fronteriza, Antiterrorismo y Control de Inmigración Ilegal (Hr 4437), en espera del voto aprobatorio en el Senado, con lo que se iniciaría la construcción de 5 kilómetros de muros fronterizos, nuestro país sufre una nueva embestida de su principal socio comercial: la aplicación extraterritorial de sus leyes.
En efecto, el pasado sábado 4 de febrero un grupo de 16 ciudadanos de Cuba fueron expulsados del hotel Sheraton de la ciudad de México -donde se reunían con empresarios estadunidenses-, aduciendo la vigencia de la ley Helms-Burton en todos los países del orbe, cuyo contenido principal es la prohibición de hacer negocios con cubanos.
Se trata de mucho más que un "asunto entre particulares", como se apresuró a expresar la cancillería mexicana para deslindarse de una necesaria y enérgica nota diplomática de protesta. Es una flagrante violación a la soberanía de nuestro país, que se suma a las temerarias declaraciones injerencistas del embajador Tony Garza, instando al gobierno mexicano a "cumplir su responsabilidad" en la batalla contra el crimen organizado.
Declaraciones del mismo talante que las del ex embajador John Dimitri Negroponte, hoy jefe de los organismos de "inteligencia" de Estados Unidos, quien ante un comité del congreso estadunidense comparó en debilidad institucional al gobierno mexicano con el de Haití.
Pero como mexicanos lo que más debe preocuparnos es la inminente aprobación de la xenofóbica Ley de Protección Fronteriza, pues las discusiones en el Senado empezarán este mes y muchos legisladores de ambos partidos ya anunciaron que votarán en favor y cuando mucho introducirán algunas atenuantes.
Como han difundido profusamente los medios, ya desde el 15 de diciembre del año pasado la cámara baja del Congreso estadunidense aprobó construir cinco muros en zonas de California, Arizona, Nuevo México y Texas. En total tendrán una extensión de mil 100 kilómetros, es decir, cubrirán más de un tercio de la frontera, que es de 3 mil 200 kilómetros.
La decisión de la Cámara de Representantes de construir más de mil kilómetros de muros en la frontera con México no tiene precedente en la historia contemporánea. El muro que Israel edifica en Cisjordania mide 650 kilómetros; en la frontera entre las dos Coreas hay una barda de 250 kilómetros; el Muro de Berlín, cuya caída aplaudió la comunidad internacional, tenía 160 kilómetros.
La propuesta migratoria del país que impulsa y exige el libre comercio y las fronteras abiertas a los demás países consiste además en tipificar como delito el ingreso de extranjeros sin visa a Estados Unidos, aumentar las sanciones civiles y penales contra quienes contraten trabajadores indocumentados e imponer sanciones a familiares de éstos que los ayuden a permanecer en el país vecino.
Pero las murallas y la elevación de penas no son el punto de mayor gravedad en esa execrable ley en proceso, sino la facultad que otorgaría a cualquier agente policiaco a detener a un extranjero sólo por su apariencia física: cualquier ciudadano de rasgos no anglosajones. Casi cualquier mexicano, pues.
Esa legislación sólo tiene un antecedente claro y ominoso: la persecución de la comunidad judía en la Alemania nazi y en los países invadidos por las fuerzas armadas del gobierno de Adolfo Hitler. Hoy ese capítulo oprobioso de la historia mundial amenaza con repetirse en el país, presentado como adalid de la defensa de los derechos del hombre y los valores liberales de la cultura occidental.
Se trata, además, de un país formado y crecido al calor de la migración proveniente de todos los puntos cardinales. Estados Unidos, su economía, cultura, instituciones y vigor como primera potencia mundial, sería impensable sin los migrantes, los de Europa en el siglo XIX y primera mitad del XX, y los latinoamericanos y asiáticos en la segunda de ese.
Un solo día sin mexicanos y sin migrantes de otras naciones pondría en situación crítica la economía y sociedad estadunidense. Millones de manos que mueven los engranajes de varios sectores de la economía de Estados Unidos no tienen la nacionalidad del país que usufructúa su trabajo.
La ley antimigrante afectaría a México, pero también a muchos países más, sobre todo a los latinoamericanos, por eso es muy saludable que gobiernos y parlamentos del área hagan causa común para frenar esta embestida.
Finalmente, la solidez de la economía de California, Texas, Illinois, Nueva York y Florida, mayor cada una en su PIB a la de la mayoría de las naciones europeas, ya no digamos latinoamericanas, sería imposible de alimentar y sostener sin los migrantes. Lo saben ellos, el presidente Bush y la nueva derecha estadunidense, pero nadie de ese lado plantea una solución integral, de responsabilidad compartida.
Toca a los países afectados impulsar una iniciativa conjunta, con visión estratégica y de futuro, que vaya más allá de las declaraciones tibias de condena, si queremos que el continente no se rezague más frente a otros bloques económicos en la lucha por la competitividad, los mercados y la calidad de vida. La voz del gobierno mexicano no se ha escuchado con la claridad y firmeza que reclama la gravedad del caso.