Los figurantes
Arturo Nava es uno de esos hombres de teatro que han seguido variados caminos. Arquitecto de profesión, fue en el legendario teatro dirigido por Juan José Gurrola en su facultad cuando se inquietó por el arte escénico e hizo sus pininos como mimo, tomó clases de baile, se recibió y logró conjuntar, por una serie de felices circunstancias, su quehacer arquitectónico con ese nuevo interés que nunca lo abandonaría. Por supuesto que transcurrió tiempo en el que tomó cursos diversos y ayudó a construir edificios teatrales antes de iniciarse como escenógrafo e iluminador en 1983 con Eurídice, dirigida por Rafael Pimentel. Desde entonces, sus dos profesiones lo han impelido a realizar una gran cantidad de escenografías para teatro y danza en los más diferentes géneros y espacios. Una tercera profesión, aunada a las otras, lo ha hecho un docente de escenografía en la Escuela de Arte Teatral que se apasiona por la enseñanza y la investigación. Ahora se retira de la escenografía -de madera prematura, pienso yo- para dedicarse a investigar, lo que de hecho ya comenzó con esta que puede ser su última aportación en un escenario.
Nava tenía la idea, para su beca de creador artístico, de una obra en que pudiera mostrar la evolución de la escenografía desde la época decimonónica hasta nuestros días. Ricardo Ramírez Carnero encontró esta posibilidad en Los figurantes, de José Sanchis Sinisterra, a la que añadió un nuevo elemento experimental al proponerse no dar a sus actores mayores directrices de trazo escénico, sino dejarlos que buscaran sus propios espacios, siempre bajo su supervisión, para dar mayor impresión de la improvisación que los personajes -esos figurantes del título- llevan a cabo, aunque es evidente que el final sí está estrictamente coreografiado por Rossana Filomarino. Ambos creadores escénicos eligieron un elenco de maestros y egresados de la ENAT, a la que se añaden algunos alumnos, en la que sorprende ver a alguien de la trayectoria de Miguel Flores en uno de los pequeños papeles, lo que bien habla de su seriedad profesional también como maestro que apoya el proyecto de sus colegas de aportar mayores bases para su formación a egresados y alumnos de la escuela en que laboran.
El texto de Sanchis Sinisterra se adecua, a veces de manera algo forzada, al propósito de Nava y Ramírez Carnero, pues permite que se transite de una escenografía muy convencional, a base de telones y rompimientos pintados, hasta la abstracción pura de circuitos de luz, pasando por los trastos colocados con cámara negra. Al mismo tiempo, la idea de figurantes, esos menospreciados actores que nunca harán un papel verdadero, sino genéricos, como ''dama 5ª" o ''prisionero 3º", se presta a que el elenco se mueva mostrando un total desconcierto, excepto al final, cuando se despojan de sus ropas escénicas y se convierten en personas. Sanchis Sinisterra juega con el tema de un autor omnipresente que lleva a los personajes a realizar las acciones que vemos, que son casi ninguna, hasta que se rebelan, en verdad se rebelan contra su condición; no sólo la rebeldía inicial de saberse olvidados en un escenario mientras los actores protagónicos -y el empresario mismo- han desaparecido, sin saber qué hacer o a qué atenerse ante un público que ha llenado la sala.
El dramaturgo español, además de ciertas burletas a los dramones decimonónicos, propone una metáfora de la condición social bastante obvia. Esos figurantes cuyos nombres no se recuerdan podrían ser el pueblo llano que olvida su situación ante los protagonistas de la vida pública, pero que a falta de liderazgo cae en la cuenta de su propia importancia, aunque se lamenten, como Casimiro al final, que impreca a su madre, supuestamente entre el público, al grito de ''Mamá, ¿por qué no me enseñaste a rebelarme?" El tema y el tratamiento son interesantes, pero las discusiones de los personajes terminan por ser reiterativas, lo que crea algunas bajas de tensión, momentos faltos de ritmo que ni el multigeneracional elenco ni las gracejadas del personaje ''pueblo" logran evitar. Con todo, el experimento cobra validez desde el punto de vista de la formación de nuevos teatristas, que es el propósito fundamental tanto del director como del escenógrafo que se despide del escenario con una propuesta que mucho tiene de didáctica en el buen sentido del término.