La Jornada Semanal,   sábado 31 de diciembre  de 2005        núm. 565
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

BARICCO Y LA ILÍADA (II y Última)

Al enterarme de que esta versión de la Ilíada es el proyecto en el que Baricco trabajaba entonces, sentí al mismo tiempo curiosidad y recelo.

"Si así está bien, para qué moverle", dice siempre el censor interno encargado de que los textos amados sigan idénticos. Y debo decir que este censor, después de ver cómo Brad Pitt convertía a Aquiles en un marine gringo al que nada más le faltaba el chicle, me parecía una figura necesaria.

Desde siempre he dudado acerca de la efectividad de las versiones porque me parece que convierten en papilla genérica y elducorada el sabor verdadero de los textos, que los disneyifican, pues, sobre todo en cine. Pero no es una regla, en lo absoluto. Ahora mismo me acuerdo de dos versiones a las que les debo muchas horas felices: la que hizo John Steinbeck de la Morte d’Arthur, de Tomas Malory, y la encantadora versión que hizo Italo Calvino del Orlando furioso, de Ariosto, en la que el lector siente que va de la mano y conversando feliz con el novelista, mientras él nos muestra a los guerreros medievales en la pelea, el amor, la locura y la muerte. Cuando al final del libro muere Rodomonte, Calvino hace uno de los elogios más bellos que he leído sobre un personaje de ficción. Al recordarlo, se me quemaban las habas por saber lo que Baricco hizo con la Ilíada.

Achicarla, por lo pronto. El delgado y elegante volumen de Anagrama es mucho más esbelto que mi Ilíada de Porrúa. Me imaginé que lo primero que hizo Baricco fue quitar las adjetivaciones homéricas, esas reiteraciones que tanta extrañeza causan cuando uno se enfrenta al texto en la secundaria. En el prólogo, interesantísimo, lo aclara: no las suprimió todas, pero excluyó la mayoría. Por supuesto es una versión en prosa, no en verso, porque deseaba agilizar la narración, y además nos advierte que se atuvo, en este proyecto, a la traducción de Maria Grazia Ciani, de 1990-2000.

También eliminó las intervenciones de los dioses, y aunque el mismo Baricco dice que sacarlos del texto "no es un buen sistema para comprender la civilización homérica" explica que "me parece […] un sistema óptimo para recuperar esa historia, trayéndola hasta la órbita de las narraciones que nos son contemporáneas".

Confieso que levanté las cejas: ¿qué sería del Ciclo Artúrico sin la búsqueda del Grial, ese asunto en el que se mezclan tan sabrosamente las ideas paganas y el celo cristiano?

Baricco también intervino en el estilo: trató de "eliminar las asperezas arcaicas que nos alejan del corazón de las cosas". ¡Oiga! Algunas de esas asperezas arcaicas ¿no son precisamente aquello que revela, como alumbradas por relámpagos, las diferencias en el tiempo y el espacio que nos separan de Homero, y que resaltan por contraste, nuestras semejanzas?

Pues Baricco no se detiene allí. En lugar de que sea el poeta quien narre la tragedia troyana, divide el poema en monólogos. Así, Criseida y Tersites, por ejemplo, a quien no se me hubiera ocurrido interrogar, son los primeros personajes que nos cuentan qué sucede en las costas de Troya. Además, Baricco confiesa que añadió algunas líneas al texto y un final: la caída de Troya, el recurso del caballo, etcétera, que como recordará el lector, ya no están en la Ilíada, sino en la Odisea, más precisamente en el canto VIII, en el que un poeta las narra frente a Ulises en la corte de los feacios.

Baricco admite que no sabe si se perdió algo de fuerza homérica en el resultado. Afirma que Borges se habría frotado las manos con la idea de esta extraña Ilíada que ya se traduce a decenas de idiomas, y que se reescribió con el fin de ser leída en la radio. En Las versiones homéricas, el indispensable ensayo de Borges (me imagino releído muchas veces por Baricco) sobre la traducción de la Ilíada y la Odisea, Borges nos advierte sobre una dificultad categórica: "la de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje. En el caso privativo de Homero […] a esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes".

Creo que este, precisamente, es el maravilloso resultado del experimento de Baricco. Esta Ilíada, sin dioses y sin Homero, es un amoroso homenaje que informa y guía al lector contemporáneo. No puede sustituir a las traducciones más literales que nos han acompañado, pero es una conversación deliciosa sobre el más vigente de los poemas de la antigüedad clásica. Una belleza.