La Jornada Semanal,   sábado 31 de diciembre  de 2005        núm. 565
 

Andreas Kurz

Thomas Bernhard y su "mediador de realidades"

"Realitätenvermittler": palabra alemana compuesta de "Realität" (f.) y "Vermittler" (m.); se traduce al español como "agente de bienes y raíces", aunque literalmente las dos palabras involucradas significan "realidad" y "mediador".

Karl Ignaz Hennetmair nació en 1920, en Linz, capital del estado de Alta Austria, al noreste de la República Alpina. Se ganó la vida como vendedor ambulante, mayorista de puercos y agente de bienes y raíces. Radicó —y radica— en la provincia, en un pueblito llamado Ohlsdorf, al norte de los Alpes austriacos. En 1965 vendió una casa a un hombre de treinta y cuatro años de edad, de aspecto robusto, pelo ralo, nariz grande con poros profundos. Era un hombre joven todavía, aunque aparentaba más años que Hennetmair. Éste trató al foráneo como si perteneciera a la comarca desde tiempos atrás. Le habló sin titubeos, pero, al mismo tiempo, no renunció a la reserva y el maquiavelismo que había aprendido durante el trato diario con la población campesina de Ohlsdorf. Su cliente sintió la sinceridad de tal comportamiento y empezó una amistad que duraría hasta 1975, cuando, por razones que desconocemos, Hennetmair y Thomas Bernhard dejaron de hablarse. Durante estos diez años el agente de bienes y raíces fungió como "mediador de realidades" para el escritor, cuya fama había crecido a comienzos de los años sesenta, hasta tal grado que la crítica literaria europea lo declaró unánimemente el escritor contemporáneo más importante en lengua alemana, y ya empezaba a especular con el Premio Nobel para Bernhard. Se sabe que la muerte impidió esta distinción; se sabe también que el Nobel otorgado a Elfriede Jelinek en 2004 fue, en buena medida, un homenaje póstumo a Thomas Bernhard.

El escritor fue un austríaco prototípico: aunque por casualidad naciera en Holanda, y a pesar de que hablara tan mal de su patria. Murió en 1989, carcomido por el cáncer. En sus últimos meses habrá disfrutado enormemente la idea de "fregar" hasta después de fallecer. Prohibió en el testamento la venta de sus libros y la presentación de sus piezas de teatro en Austria. Un truco jurídico pronto acabaría con tal picaresca macabra, pero el gesto dolió, muy especialmente en un país que da a la muerte el papel de juez artístico supremo: sólo quien se pudre en la tumba compone y pinta y escribe cosas buenas. Bernhard renunció a las mejores reseñas de su obra que se habrían publicado en forma de necrologías: hazaña imperdonable en la ciudad imperial Viena, cuyos habitantes admiran hasta la fecha una "schöne Leich", que puede ser tanto un cadáver hermoso, como un funeral bien logrado.

Bernhard murió a los cincuenta y ocho años de edad. Hennetmair vive, tiene ochenta y cinco años, y en 2000 lo alcanzó una fama literaria inesperada. La publicación de Un año con Thomas Bernhard, conocido también como "El diario secreto", corrigió drásticamente la imagen del narrador y dramaturgo propagada tanto por la Academia, como por una serie de expertos autonombrados. Tal imagen es simplista y puede resumirse fácilmente: Bernhard, el genio misántropo, el hirsuto, el solitario, el tímido, el escritor puro quien sacrifica la vida social en aras de una obra, cuyo valor sólo la posteridad podría reconocer plenamente; Bernhard, la reencarnación de Kafka. La imagen seduce, ya que concuerda con el papel político que, a más tardar, el romanticismo había otorgado al Poeta: no debe ser de este mundo, sino con un pie en la tumba, y con el otro en las nubes. Parece que hasta en el tan racional siglo XX, que leyó a los formalistas y a Bajtín y a los franceses modernos y postmodernos, sólo tamaño contorsionismo legítimamente santifica al artista. Bernhard, entonces, se negó a la humanidad, se distanció de los hombres para forjar el espíritu y dejar una obra inmortal. Hasta el tan erudito y tan lúcido Enrique Vila-Matas sucumbe a la tentación cuando, en su columna mensual en Letras Libres de julio de este año, compara a Bernhard con Glenn Gould, Kafka y otros asociales del arte. El escritor "aislado en su mundo obsesivo de literatura pura y dura", quien, "al escribir sobre Gould, decía que compartía con él un deseo muy fuerte de blindarse. Se sentía, como Gould, un fanático nato de las barricadas".

El que un escritor se mitifique es pan de cada día; si el lector le quiere creer, lo aplaudo, si pretende ver más allá del mito propagado —frecuentemente por la editorial, no por el autor— en la solapa de los libros, lo aplaudo todavía más. Tales mitificaciones comparten el riesgo de que la biografía —auténtica o ficticia, inventada por las reglas del mercado o por las necesidades de la crítica— opaque la obra, de que resucite la fatídica confusión entre autor y narrador.

Los narradores bernhardianos son: nefastos, egocéntricos, quejumbrosos, pesimistas, intolerantes, misántropos, desalmados… Sí lo son, no cabe duda, y qué bien caen precisamente por eso. Y Thomas Bernhard, por ende, ha de ser todo eso también: un monstruo de carácter insoportable, un genio que se retiró del mundo para atacar e insultar a todos y a todo. Alguien incapaz de tener amigos, arrogante y casi fascista por despreciar a todos y sólo exceptuarse a sí mismo. La crítica, la austríaca sobre todo, necesita de un Thomas Bernhard así, porque este carácter hiperbólico permite la distancia, posibilita el mito de que, en algún rincón muy profundo de su alma, se esconde una buena persona, demasiado sensible para este mundo. Con frecuencia el discurso académico, cada vez más ininteligible, disfraza tamañas cursilerías. Los aficionados de Bernhard, sobre todo si ellos mismos son escritores, dan la bienvenida a esta imagen, porque mediante ella pueden insistir en su propia otredad frente al mundo, en su papel —romantiquísimo, por supuesto— de seres hipersensibles, de elegidos. Se entiende que la institucionalización y mercantilización de lo que Bourdieu llamó el campo literario hizo vital la imagen descrita para el individuo autor, quien corre el peligro de perderse en la red de becas, contratos complicados, reseñas prefabricadas, premios pre-otorgados y remuneraciones anticipadas. Del mismo modo, el lector necesita creer en la ingenuidad mundana del escritor para poder disfrutar plenamente el goce elitista de leer. No se percatará de la paradoja de que, sólo en ocasiones raras, leerá a un autor realmente naïf, ya que éstos no suelen encontrar a su editor, por lo menos no en vida.

EL DIARIO DE HENNETMAIR

Karl Ignaz Hennetmair no es escritor, y nunca pretendió serlo. No buscó a un editor, al contrario: Suhrkamp en Alemania y Residenz en Austria, las dos casas editoras de Thomas Bernhard, trataron de convencerlo durante años de que permitiera la publicación del diario secreto. El agente de bienes y raíces empezó la composición del diario el primer día de 1972, y lo mantuvo durante un año exacto, hasta el primero de enero de 1973. Bernhard no debía enterarse de este proyecto; la amistad se habría roto inmediatamente. Mas Hennetmair es más que un amigo: también "funciona" como confidente y, sobre todo, como asistente, quien le facilita el trato complicado con las autoridades provincianas y las relaciones con los astutos negociantes rurales. Bernhard confía en su consejo mercantil, no hay carta a sus editores o a los empresarios de teatro que Hennetmair no leyera y criticara. El escritor consigue, por precios muy bajos, dos casas más en la comarca, gracias a la intervención de Hennetmair. No obstante, la función principal del amigo consiste en ser un filtro de visitas. Ni siquiera Elias Canetti se dirige directamente a la casa de Bernhard; primero hay que ver a Hennetmair para sondear el terreno, para averiguar si el sujeto está de buenas o de malas, si tiene ganas de humillar o sencillamente de pasar un rato ameno. Y Bernhard da instrucciones exactas respecto a quien de ninguna manera quiere ver; aborrece sobre todo a las pseudomusas de la high snobiety provinciana o vienesa, detesta a la gente de la escena literaria que, bajo el pretexto de la amistad, trata de obtener reseñas positivas para sus libros o un manuscrito bernhardiano listo para su filmación. En esos momentos Bernhard crea conscientemente el mito del misántropo insoportable y agresivo. Pero hay otro Thomas Bernhard: el que, casi a diario, come en casa de Hennetmair sus platillos locales favoritos y, después, bromea hasta la medianoche con la familia, sobre todo con la abuela sarcástica, causando verdaderos calambres de risa. El que confiesa que las instituciones culturales son corruptas, que los premios obedecen a exigencias políticas y económicas, y se propone: "Cuando tenga todos los premios, los ridiculizaré tanto, que cualquiera deberá avergonzarse si los acepta. […] En el jurado del premio Grillparzer todos estaban en mi contra, pero el Klingenberg [director del Burgtheater vienés entre 1971 y 1976] dijo que yo debía tener el premio porque quería representar la pieza en el Burgtheater. Así es el trasfondo, eso lo voy a escribir sin escrúpulos. Ni siquiera voy a respetar a mi familia, todo lo voy a escribir."*  Este denunciador y rebelde por una causa noble, sin embargo, se alegra como un niño frente al árbol de navidad cuando su nombre se menciona en los periódicos, cuando él mismo recibe un premio más, hecho que inmediatamente hay que festejar con algún guisado alto en grasas y varios vasos de mosto. Precisamente porque Bernhard conoce las reglas e intrigas del campo literario, y porque sabe que cualquier ser humano se alegra y conmueve cuando es elogiado, aunque se dé cuenta de la hipocresía inscrita en el elogio, crea el mito del intocable que Hennetmair, por su parte, destruye, en privado, durante la redacción de su diario; en público, con su publicación hace cinco años.

Repito: sí existe el Bernhard solitario y humillante, pero se trata de un rol social necesario para mantener la independencia intelectual dentro del mercado cultural. También existe el Bernhard burlón y risueño. El que da a un amigo cien chelines para un par de zapatos nuevos, sabiendo que éste los había comprado en oferta y que ya no los conseguirá por este precio. Existe el Bernhard que aprendió la astucia económica en la escuela de Hennetmair y de los campesinos de Ohlsdorf, astucia que le permite cobrar, en 1970, 100 mil chelines (aproximadamente la misma suma en pesos) para una pieza de teatro, mientras que a Canetti se le pagó sólo la tercera parte de esto. Existe el Bernhard que anhela que su tía y su hermanastro Peter Fabjan —al mismo tiempo su médico y administrador del testamento— entiendan y acepten su profesión, un intento que, por lo menos en el caso de la tía, fracasó. Existe el Thomas Bernhrad albañil, infantilmente orgulloso porque el trabajo físico no lo cansa, porque carga troncos de madera pesados con una facilidad que el mismo Hennetmair, hombre práctico, mediador de realidades, admira. Existe, finalmente, un Bernhard del que Hennetmair se acuerda algo nostálgicamente: "Nos conocemos desde hace siete años, hace cinco años nos bañamos, completamente desnudos, en un lago alpino. Pero apenas durante las semanas pasadas nuestra amistad alcanzó el nivel que nos permite soltar pedos en la presencia del otro."

¿Bernhard el misántropo, Bernhard el hirsuto? No cabe duda de que Karl Ignaz Hennetmair destruyó un mito, desgraciadamente para la crítica y para los seguidores de la caduca genialidad romántica; afortunadamente para los lectores que podemos leer las novelas y el teatro de Bernhard sin que la figura del autor aplaste nuestras recepciones. Me temo —por razones existenciales: soy académico de la literatura— que Un año con Thomas Bernhard demuestre que sólo un extraño al discurso literario, un mediador de realidades, puede acercarse verdaderamente a un escritor (se entiende: a uno que merezca este título); demuestre la inutilidad y vacuidad de una crítica que contempla, fascinada, su propia producción. Probablemente la crítica mexicana, la hispanohablante en general, es más papal que la de otros idiomas, más convencida de que sermonea La Verdad. ¿Será casualidad que, a cinco años de su aparición en alemán, no exista traducción completa al español de Un año con Thomas Bernhard?

* Esta y la siguiente cita reproducen mi traducción de fragmentos del diario aparecida en la revista Crítica.