Usted está aquí: sábado 31 de diciembre de 2005 Opinión Feliz Navidad, triste Navidad

Ilán Semo

Feliz Navidad, triste Navidad

"Feliz Navidad, triste Navidad." Peter Watson, cabo de la tercera división de infantería, estacionada a las afueras de Bagdad, escribió esta añoranza horas antes de morir, el 9 de noviembre, a manos de un francotirador anónimo. Estaba a punto de cumplir 22 años. Le faltaban cuatro días para regresar a su natal Santa Mónica, California. "Nunca he comprendido -escribió Watson a su esposa- por qué es necesario suprimir las libertades de otros para salvaguardar las nuestras. Eso ya amarga el asunto de la libertad. Sólo deseo que sea cierto, que no sea otra tomadura de pelo."

La carta de Watson se volvió relevante en Washington cuando varios senadores del Partido Demócrata la evocaron para oponerse a refrendar la ley de emergencia conocida como Patriot Act y prolongar su vigencia seis meses más. Promulgada hacia finales de 2001, después del ataque a las Torres Gemelas, la ley otorga al Poder Ejecutivo el derecho de poner en stand by derechos civiles esenciales para asegurar la eficacia del combate contra el terrorismo. La ley suspende, por decirlo de manera elegante, el derecho a la privacidad, el habeas corpus, la libertad de expresión, la prerrogativa de contar con un abogado inmediatamente después de una detención, etcétera. Hay especialistas que han contado hasta 30
violaciones a las garantías constitucionales.

En rigor, la ley empezó a ser aplicada el 12 de septiembre de 2001, antes de su promulgación. Los servicios de inteligencia han estado escuchando conversaciones telefónicas de cientos de miles de estadunidenses para detectar posibles ataques de terroristas, descifrar la estructura de sus organizaciones y seguir las pistas de su financiamiento. Se ha detenido arbitrariamente a ciudadanos, se han revisado sus cuentas bancarias y espiado sus relaciones laborales. La ley prevé incluso la posibilidad de revisar la lista de préstamos bibliotecarios que realizan estudiantes y profesores para detectar si existe algún asiduo lector de "literatura terrorista" (lo que signifique eso).

En realidad, la carta de Watson formula uno de los puntos ciegos más constitutivos de la condición jurídica moderna y finca el vía crucis de todo régimen liberal-democrático: la pregunta por el orden que hace posible, valgan las tautologías, formular en calidad de derecho (del Estado) el derecho a suspender o suprimir el régimen de derecho.

Se trata de una realidad antigua. Las constituciones modernas prevén la posibilidad de suspender las garantías individuales en casos de invasión militar, desastres naturales y guerras civiles. La mayoría de las variantes autoritarias del liberalismo del siglo XIX fincaron su legitimidad en ese tipo de leyes de emergencia.

Promulgadas para "proteger" el orden civil y restaurarlo "una vez pasado el peligro", quienes las dictaban olvidaban rápida y deliberadamente fijar los lapsos de vigencia de la anulación del orden jurídico. El "estado de excepción" podía prolongarse durante años hasta convertirse en un orden autoritario estable. En los años 20, después de la Primer Guerra Mundial, frente a la angustiosa debilidad de la República de Weimar, Walter Benjamin y Carl Schmitt examinaron el problema con detalle. Dicho de otra manera: lo formularon. Giorgio Agamben ha sugerido recientemente (Estado de excepción, Adriana Hidalgo editores, 2003) que la teoría original fue acuñada por Benjamin, aunque Schmitt la sistematizó jurídicamente. Para Benjamin el estado de excepción no produce ni puede producir ninguna forma de derecho. Es el espacio vacío del derecho, el no-derecho, la anomia. Una catástrofe sin retorno. Para Schmitt, pensador conservador, el régimen de excepción tampoco crea derecho (Schmitt fue siempre leal a su escepticismo), pero sí dispone de mecanismos para regular la norma de lo no regulado, es decir, una forma primitiva, precaria, plenipotenciaria de derecho.

Visto desde una perspectiva ética, Benjamin parece tener la razón. Hablando sociológicamente, Schmitt resulta un observador más minucioso.

Sea como sea, Agamben retomó la teoría para examinar la condición de la democracia en nuestros días. Sus conclusiones obligan, ciertamente, a revisar no sólo el concepto de democracia, sino la manera en que pensamos la política y lo político: 1) El estado de excepción no es una dictadura, sino un espacio vacuo de derecho, una zona de anomia en la cual las determinaciones jurídicas son desactivadas.2) El estado de excepción no es un "estado de derecho", sino un no-lugar en el orden jurídico, el grado cero de la ley. 3) En ese no-lugar, que acaba siendo el lugar de la ciudadanía, el ciudadano deviene él mismo una condición de excepción. De ahí que ciertas formas de democracia parlamentaria sean perfectamente compatibles con el estado de excepción.

La Ley Patriótica promulgada por la administración de George Bush es un ejemplo de esta compatibilidad. Pero también lo son las leyes de emergencia dictadas por Tony Blair en Inglaterra después del atentado en el Metro de Londres y las que impulsó el gobierno de Jacques Chirac en Francia a raíz de la rebelión de los cordones de la pobreza francesa.

¿Se ha convertido el estado de excepción en el límite de las democracias contemporáneas, sin necesidad de erradicar la fachada que da legitimidad al orden? Pregunta abierta e intimidante que acecha al futuro inmediato de la política contemporánea.

 
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