Usted está aquí: viernes 30 de diciembre de 2005 Opinión Con las uñas

Gustavo Iruegas

Con las uñas

A los mexicanos, como al común de la gente, unas veces nos sienta bien la honorable medianía juarista y otras la procaz mediocridad nos apabulla. Pero siempre somos los mismos. Son nuestras actitudes las que cambian, y lo hacen menos por las circunstancias que por el calibre de nuestros gobernantes. A lo largo de la historia mexicana se alternan episodios en que la actitud del dirigente ha significado la diferencia entre un pueblo que acepta resignado el infortunio y otro que afronta el contratiempo y se revuelve ante el abuso.

Entre los grandes capítulos de nuestra historia los hay tan trágicos como la conquista y, en ella, aflictivos episodios como el que protagonizó Moctezuma, quien, aturdido por las premoniciones, enfrentó a los conquistadores derrotado de antemano. Para su gloria y nuestra autoestima, la contrapartida la asentó Cuauhtémoc cuando, imbuido de pundonor, instruyó a su gente que, si ya no tuviese armas, "se dejasen crecer las uñas de los dedos y desgarrasen con ellas las carnes de sus enemigos".

Con la espada y la cruz -pero también con la pólvora, los caballos y la viruela- fueron aniquilados la identidad y el orden social de las naciones autóctonas y sustituidos por una administración expoliadora sin más interés que la opulencia de la metrópoli. Por consiguiente, desde su primera generación, los hijos americanos de los conquistadores -criollos y mestizos- entendieron que su hispanidad se consideraba espuria, y a partir de los impedimentos que ello les acarreaba adquirieron cierta conciencia de su mexicanidad, lo que ocasionó actitudes de inconformidad y expectativas de emancipación, como fue la temprana y fallida revuelta de Martín Cortés. Por tres siglos esa identidad fue adquiriendo sustancia en el caldo de las castas y las injusticias, pero fue apenas iniciado el siglo XIX cuando la Independencia apareció en el horizonte.

En el pensamiento de los patricios florecieron los anhelos nacionales en la forma de una república libre y soberana que proveyera la felicidad de los mexicanos, pero quienes materializaron la Independencia desvirtuaron esas aspiraciones e implantaron un efímero imperio, cuya ridiculez eran incapaces de percibir. A pesar de que la república fue instaurada, los patricios fueron desplazados por los oportunistas y los ineptos, que terminaron entregando el poder a un bellaco que destruyó los ánimos y perdió los territorios: Santa Anna, 11 veces presidente.

Trabajosamente se abrió paso la generación de los liberales, un millar de intelectuales de avanzada y esforzados patriotas que, con Juárez al frente, se supo colocar al frente de la nación e impuso la Reforma, derrotó la invasión extranjera y restauró la república. Fatalmente, la legitimidad republicana fue interrumpida por uno de los héroes de la resistencia, Porfirio Díaz, quien dio inicio a una prolongada dictadura, que se instaló como científica y progresista pero devino sangrienta y brutal.

Ya en el siglo XX, una centuria después de iniciada la guerra de Independencia, una generación de revolucionarios en busca de democracia, libertad y justicia -destacadamente, Madero como iniciador y Carranza como consumador- derrocó al dictador Díaz, derrotó y expulsó al usurpador Huerta y refundó la república; pero los jefes y los caudillos se mataban entre sí en una lucha de menguados fines.

La violencia no cesó hasta que se puso en práctica un sistema político que, aunque contenía en su algoritmo una componenda, preservó una relativa paz social y promovió el desarrollo nacional. La supremacía del poder presidencial excedía la capacidad ejecutiva y controlaba los poderes Legislativo y Judicial; influía decididamente en la economía y encauzaba la opinión pública; disponía además del aparato electoral y se guardaba como privilegio el ser el postulante único de su sucesor. Solamente estaba limitado por el tiempo: no era relegible. En la práctica el sistema funcionó más para el progreso, poco para la democracia y nada para la justicia.

Quizá se prolongó en demasía, porque terminó siendo utilizado por gobernantes que -ahora tecnócratas- se despegaron de los objetivos de la Revolución y se afiliaron a una ideología recomendada desde el extranjero y contraria a los intereses nacionales y de las mayorías. Al tiempo que abandonaron la Revolución pretendieron mantener su sistema político y fracasaron. El primer gobierno tecnócrata dislocó el sistema, fracturó al partido y hubo de adulterar el proceso electoral para continuar en el poder.

Tres sexenios de tecnocracia neoliberal, menosprecio de la población y desapego de la patria completaron la demolición del sistema y condujeron a un gobierno abiertamente reaccionario que se mantuvo neoliberal pero sustituyó a la tecnocracia por diletantes simplones y retrógrados. La catástrofe.

Con el año 2006 empieza para México un nuevo capítulo de su comprometida lucha por la preservación del Estado y el desarrollo nacional. Lo inicia en un momento en que el tejido social está sometido a esfuerzos inauditos. La población escapa al alcance del gobierno y se refugia en la economía informal, emigra, delinque o simplemente se sofoca en el desempleo. Pero este es también el momento de escapar al control de la vieja burguesía, ahora desnacionalizada y sin ideales, de las pandillas que llaman partidos y de la propaganda abierta y disimulada de los "medios".

Es preciso que en 2006 el pueblo asuma el mando. Es imperativo imponer un gobierno nacionalista en lo internacional y de profundo compromiso social en el interior. Resulta ineluctable instalar en el próximo gobierno a mexicanos cabales, del temple de los patricios, de los reformistas y de los revolucionarios; que sepan defender a México como lo haría Cuauhtémoc.

 
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