La Jornada Semanal,   sábado 24 de diciembre  de 2005        núm. 564
 

Felipe Garrido

Una lectura de tantas

Vuelvo a Pedro Páramo, en una lectura de tantas. Desatinadamente repito, como se repite un mantra, vine a Comala, vine a Comala, vine a Comala porque me dijeron... Mi primer ejemplar, de Letras Mexicanas, tiene escrito con lápiz, en la portadilla, mi nombre y un año, 1961. Lo cubren tantas notas que no sé qué quieren decir. En una de las guardas, con letra diminuta, anoté ahora 25 de mayo de 2005 y, en seguida, tres horas con cuarenta y siete minutos. Es el tiempo que esta vez tardé en leer el libro. Nunca antes lo había leído así, sin soltarlo, sin más interrupción que subrayar alguna palabra, poner al margen alguna llamada —tampoco nunca antes me había interesado saber cuánto tiempo le dedicaba.

Marco, por ejemplo, un lugar donde dar constancia de lo ordinario, lo cotidiano, lo común, produce un tétrico sobresalto. Recién llegado a Comala, Juan Preciado tropieza con una mujer que se cubre con el rebozo:

—¡Buenas noches! —me dijo.

La seguí con la mirada. Le grité:

—¿Dónde vive doña Eduviges?

Y ella señaló con el dedo:

—Allá. La casa que está junto al puente.

Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.

Unas páginas adelante, confirmo algo que entreví en una lectura anterior. Al principio de la novela, la abuela de Pedro Páramo, niño todavía, le ordena:

Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.

Leo un rato después, en uno de los últimos fragmentos:

La madre de Gamaliel Villalpando, doña Inés, barría la calle frente a la tienda de su hijo, cuando llegó y, por la puerta entornada, se metió Abundio Martínez.

Antes no lo había visto: la mujer que al final de la novela le vende al arriero el alcohol que lo emborrachará antes de que acuchille a Damiana Cisneros —no a Pedro Páramo, como tantas veces hemos dicho; hoy me doy cuenta— "Deme el otro cuartillo, madre Villa. Y si me lo quiere dar sobradito, pos ahí es cosa de usté..." es la misma que al comienzo le presta, a Pedro niño, un cernidor y una podadera, y le fía un gusano para el molino y un metro de tafeta negra, para hacer el moño que, encimado sobre el del padre, llora la muerte del abuelo —¿o es al revés?— Leo adelante:

Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre.

—Tu padre ha muerto —le dijo.

Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.

Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.

Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.

—Han matado a tu padre.

—¿Y a ti quién te mató, madre?

En esta última línea, ¿quién habla? ¿Es Pedro Páramo? ¿Es Juan Preciado? Lo releo convencido de que son los dos, en dos distintos momentos —para eso y más alcanza el arte de Juan Rulfo.

Y en este camino abierto a la ambigüedad, ¿qué decir de lo que sigue? Al llegar a la mitad de la novela, nos enteramos: lo que hemos leído es lo que Juan Preciado le ha contado a alguien que está enterrado con él:

—Tienes razón, Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?

—Da lo mismo. Aunque mi nombre es Dorotea. Pero da lo mismo.

—Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.

[...]

—Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?

—Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión.

—¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios...

"Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios." ¿Dorotea o Doroteo? ¿Quién, en la tumba, está acomodado entre los brazos de Juan Preciado? ¿Un hombre que cambió de sexo, que quiso ser mujer, tener un hijo? En otras lecturas, al seguir a Dorotea la Cuarraca, la contrahecha, no tenía conciencia de esto. Hoy tomo por buena la respuesta que un santo le da en el cielo a la propia Dorotea, o a Doroteo, después de hundir la mano en su estómago "como si la hubiera hundido en un montón de cera", para sacar "algo así como una cáscara de nuez: ‘Esto prueba lo que te demuestra.’"

Y vuelvo, antes de que lo olvide, a la muerte de Damiana Cisneros y de Pedro Páramo. Abundio Martínez, ya borracho, llega a donde está su padre, sentado en el equipal:

—Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.

El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.

La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si la escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: "¡Están matando a don Pedro!"

No lo tomemos al pie de la letra. El plural lo prueba: "Están matando" no es literal; no hay allí varias personas, sino solamente Abundio. Damiana teme por la vida de Pedro Páramo y se interpone entre Abundio y su padre. Sus gritos son de alerta y exasperan al arriero, que no tiene modo de hacerla callar; finalmente la acuchilla, a ella, no a Pedro Páramo.

Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No les encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una potranca, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males que tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuando tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido... La Cuca, que ahora estaba allí aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.

—¡Ayúdenme! —dijo—. Denme algo.

Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.

Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.

Damiana muerta, con la boca abierta. Rulfo lo dice a su modo, con claridad suficiente para quien lea con los ojos abiertos. Lo confirma en seguida:

Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.

—¿No le ha pasado nada a usted, patrón? —preguntaron.

Apareció la cara de Pedro Páramo que sólo movió la cabeza.

Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano.

No quisiera buscar ahora más sutilezas, quedarme atrapado en otros más de esos detalles que nos obligan a la relectura y que han permitido la obsesiva revisión de cada una de las palabras de Rulfo en el medio siglo que le hemos dedicado. Hoy quisiera más bien preguntarme cuál es la impresión, por así decirlo, total, que esta lectura, una de tantas, me deja.

Pienso entonces en ese niño al que Rulfo dedica un buen espacio y que, sin embargo, tan poco ha llamado la atención de la crítica. El que llega con la abuela, para ayudarle a desgranar el maíz, pero tiene el cuidado de hacerlo cuando ya terminaron con la tarea. El que encuentra en la repisa del Sagrado Corazón veinticuatro centavos y toma veinte y deja cuatro y, enseguida, cuando su madre le pide unas cafiaspirinas y le dice que hallará dinero en la maceta del pasillo, toma el peso que hay allí y deja el veinte. El que abandona su trabajo en el telégrafo porque Rogelio quiere que al mismo tiempo le cuide al niño mientras él se va a tomar cervezas. "Es necesario que te resignes", le dice la abuela en ese momento y él contesta, y esto es una definición: "Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones."

"El asunto comenzó —piensa, muchos años después, el padre Rentería— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba..." Yo diría que fue cumpliendo un destino, arrastrado por su sangre.

El padre Rentería le lleva a Pedro Páramo un niño recién nacido:

—Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.

Y él ni lo dudó, solamente le dijo:

—¿Por qué no se queda con él, padre? Hágalo cura.

—Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa responsabilidad.

—¿De verdad cree usted que tengo mala sangre?

—Realmente sí, don Pedro.

Ahora que vuelvo a Pedro Páramo, me deslumbra la enorme admiración, la enorme compasión y simpatía de Juan Rulfo por su personaje —enorme es la única palabra que, en tres ocasiones distintas, usa para describirlo. Y siento que la novela es la historia de un niño que ha sufrido una serie de pérdidas terribles: el asesinato de su padre, la pobreza, los malos tratos, la humillación, el despojo y crece, cumpliendo su destino, según es descrito por uno de sus hijos, como un rencor vivo. Siento que la novela es, antes que nada, una inmensa apología del poder. De un poder desbocado, sin barreras, sin concesiones ni compasión: "No te preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor..." Y luego: "¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros."

Arbitrario, astuto, violento, implacable, obsesionado por dominar a los demás, Pedro Páramo los mantiene vivos; bajo su mando inflexible Comala huele a alfalfa, a pan, a miel derramada; está rodeada por llanuras verdes y el horizonte sube y baja "con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos". Pedro Páramo es el padre vivificador, es la imagen de uno de esos dioses terribles que crearon a sus criaturas para ser adorados y que no vacilan en destruirlas cuando no cumplen con lo que ellos esperan. El dios de la Biblia con su diluvio; los dioses mexicas con sus soles cuatro veces sepultados.

Cuando Susana San Juan muere las campanas de Comala comienzan a doblar, pero la gente no llora; organiza una feria:

La Media Luna estaba sola en silencio. Se caminaba con los pies descalzos; se hablaba en voz baja. Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías. Hasta acá llegaba la luz del pueblo, que parecía una aureola sobre el cielo gris. Porque fueron días grises, tristes para la Media Luna. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala:

—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.

Y así lo hizo.

Mientras Pedro Páramo abusó de sus criaturas les dio vida. Cuando se siente traicionado y decide cruzarse de brazos, acaba con ellas. Su poder sería perfecto si no fuera porque ese hombre inflexible y vengativo vive acosado por el deseo de un amor inalcanzable. Mientras lo sostiene la esperanza de saber cuál era el mundo de Susana, Pedro Páramo da vida a Comala —y ese es el otro asunto de la novela.

Paradójicamente, esa piedra estéril, Pedro Páramo, vive acompañada por la bendición del agua: "El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio..." "Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato..." "Al amanecer, gruesas gotas de lluvia cayeron sobre la tierra..." "Sobre los campos del valle de Comala está cayendo la lluvia..." El agua es heraldo de Pedro Páramo y no es casual que Susana sea Susana San Juan, ni que de niños Pedro y Susana se hayan bañado juntos en el río, ni que a Susana le guste, ya casada con Florencio —ese marido del que no puede apartarla la muerte—, bañarse desnuda en el mar:

Volví yo. Volvería siempre. El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza de mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer, sin dejar pedazo.

Como esa Susana acuática, transparente, con ojos de aguamarina, con labios mojados "como si los hubiera besado el rocío", que está "encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo", hay siempre algo que en la lectura de Pedro Páramo alcanzamos a entrever y se escapa. Habrá que volver a esta novela, más allá de todo aniversario, en otras lecturas como tantas, una y otra vez. Siempre quedan cabos sueltos.