Usted está aquí: sábado 24 de diciembre de 2005 Opinión La violenta, prolongada y clara revolución boliviana

Adolfo Gilly

La violenta, prolongada y clara revolución boliviana

Ampliar la imagen Una familia boliviana pasa cerca de la refiner�de petr� Las Pe� ubicada a unos 40 kil�ros de Santa Cruz de la Sierra FOTO Ap Foto: Ap

Las revoluciones son desplazamientos violentos en las relaciones de fuerzas entre las clases -dominantes y subalternos- en una sociedad determinada. Esos desplazamientos ponen en crisis la forma política de la dominación existente. Esta crisis puede expresarse también en el terreno electoral. Es lo que acaba de suceder en Bolivia con la victoria arrasadora de los indígenas, los humillados, los explotados, los despojados, los mascadores de coca, las mujeres de pollera y los aliados de todos ellos, que llevaron a la presidencia de la república a Evo Morales.

Normalmente, las elecciones son lugar de renovación y reconfirmación de la dominación existente. En ellas se puede cambiar el personal político y administrativo del gobierno, a escoger entre los diversos miembros de la clase política que compiten entre sí. Pero no se decide cuál clase o estrato social ejerce el mando real, aquel a cuyos marcos se subordina la totalidad de los políticos (pues cuando no lo hacen, se convierten en parias o intocables). Por ejemplo, el Pacto de Chapultepec, verdadero Manifiesto Capitalista de las altas finanzas mexicanas, es hoy el marco fijado por los grandes dueños de poder y del dinero a los tres candidatos presidenciales mexicanos: "ustedes pueden pelearse como quieran y escoger al equipo que les plazca, pero tienen que firmar este pacto y cumplir su compromiso con nosotros". Es el equivalente nacional, por cierto bastante prepotente y descarado, de los rígidos controles que el FMI y su policía, el Pentágono, imponen a todos los países dominados.

En Bolivia, las recientes elecciones han sido una confirmación política, legal, democrática, constitucional, institucional -y todos los demás adjetivos de la ciencia política que se quiera- de una violenta y persistente ola de fondo contra la dominación neoliberal en un Estado racista de matriz colonial como ha sido desde siempre el boliviano. Desde el año 2000 esa ola fue avanzando en sucesivas "guerras", revelador nombre bélico que el pueblo mismo dio a sus movimientos: la guerra contra la privatización del agua en Cochabamba en 2000; la guerra en defensa de los plantíos de coca en el Chapare contra el ejército y la policía en enero de 2003 (13 cocaleros muertos, 60 heridos); la guerra contra el impuesto a los salarios en La Paz en febrero de 2003 (más de 30 muertos); la guerra del gas en septiembre y octubre de 2003 (80 muertos), hasta culminar en ese octubre con la toma indígena de La Paz y la caída del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada.

Ese mismo movimiento de fondo impidió la estabilización conservadora de su sucesor, Carlos Mesa, obligó a hacerse a un lado a otros dos posibles presidentes sacados de la manga y terminó por imponer al transitorio actual, Eduardo Rodríguez Veltzé, unas elecciones en plazos que no quería y en condiciones que no imaginaba (al costo de poner el pueblo algunos muertos más en el camino).

Llevaron así a la presidencia al dirigente de un movimiento "fuera de la ley internacional", el de los cocaleros, pues la coca, hoja sagrada y alimento cotidiano de los pueblos andinos, es planta ilegal según el Departamento de Estado de Washington, su dependencia la OEA, y quién sabe cuántas instituciones imperiales más. Cualquier cosa haga o tenga que hacer después Evo Morales, su primer grito a la hora del triunfo definió el color de esta victoria: "Causachun coca, huanuchun yanquis" (Por la causa de la coca, mueran los yanquis).

Ese grito resonó como nunca, es seguro, allá en el altiplano a 4 mil metros de altura, en la moderna, muy organizada y muy pobre ciudad indígena de El Alto, creación de los campesinos y mineros desarraigados por el neoliberalismo, de las tradiciones comunitarias indias, de la sed de comunidad y de modernidad de los migrantes internos que la poblaron, y de los afanes y trabajos cotidianos de sus 800 mil habitantes al borde mismo de la hoyada profunda donde, 400 metros más abajo, se estira hacia los valles cálidos la ciudad de La Paz.

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Esta elección democrática es la conquista de una revolución que no termina y que espera, en adelante, no tener que poner muertos sino asambleas, votos y decisiones colectivas para poder seguir por su camino. El boliviano es un pueblo sorprendentemente organizado bajo formas apenas registrables desde los miradores de la política institucional. Tanto y tan bien, que los encuestadores fueron víctimas, creo, de una espontánea conspiración de masas: les mintieron, les dijeron falsas intenciones de voto, les hicieron creer que Evo Morales andaba entre 38 y 40 por ciento (primera mayoría, a decidir pues en el Congreso); y después mostraron en las urnas que pasaba de 51 por ciento (mayoría absoluta, a decidir nomás nosotros con nuestros mismos votos, carajo, y si no nos reconocen viene otra guerra).

¿Viene otra guerra? Por ahorita no, por más que Condoleeza Rice diga que vigila, pues el otro elemento de la situación es que las clases dominantes, que lo siguen siendo, tienen miedo. Han visto con incrédulo asombro primero, y con temor irritado después, el ascenso de esta marea humana a la cual, desarmada, no la detuvieron las balas durante los cinco años pasados ni la desorganizaron las inevitables y naturales diferencias entre sus propios dirigentes. Las clases dominantes temen ahora desatar la violencia, pues en Bolivia la dirección en que camina el miedo se ha revertido.

Esto no durará, ni es bueno que dure. Pero por ahora así es, y mientras tanto quienes aún dominan, pese a haber perdido la presidencia, tratan desde ya de cercar al nuevo gobierno con condiciones y presiones de sus aliados exteriores (pues en Bolivia, hoy, no hay magnates que puedan pegar manazos sobre la mesa para imponer a la nación oprimida un Pacto de Chapultepec) y de sus grupos locales más insolentes y reaccionarios, como la oligarquía racista de Santa Cruz de la Sierra y otras regiones.

¿Qué viene?, pues, habrá que verlo. Pero para verlo resulta desenfocado andar discutiendo las figuras del presidente y del vicepresidente, sopesar sus palabras cada día, escudriñar el alma de sus asesores, hacer comparaciones con Néstor Kirchner o con Luiz Inacio Lula da Silva (cada uno de los cuales fue al gobierno en condiciones, en países y en elecciones radicalmente diferentes entre sí). Para verlo, ahora, es preciso considerar la fuerza con que puede continuar subiendo la marea y las cuestiones que el movimiento del pueblo, heterogéneo por necesidad, encontrará ante sí en lo inmediato.

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Las cuestiones principales ahora por delante parecen estar ya definidas:

* La relación con la tierra: la defensa, estabilización y legalización de los plantíos de coca; el reparto agrario llevado hasta el fin, en el altiplano y en los valles.

* La relación de las organizaciones con el nuevo gobierno: la esperable expansión de las múltiples organizaciones del pueblo, coordinadoras, juntas vecinales, sindicatos, alcaldías, iglesias, federaciones, escuelas y universidades, un mundo en ebullición después de la victoria electoral, con las inevitables diferencias internas que son el precio legítimo de la vida democrática.

* La relación con las riquezas naturales, la primera de todas el subsuelo nacional, el petróleo y el gas propiedad de la nación y a su servicio.

* La relación de la nación consigo misma: las fotografías del festejo popular dicen la verdad cuando muestran en primer plano a las mujeres, de donde no tardarán en querer sacarlas y en donde pelearán duro para permanecer; el combate organizado y real, y no tan sólo legal, contra la opresión racial connatural al presente Estado boliviano; la Asamblea Constituyente y la nueva Constitución; la redistribución de los recursos y de las cargas tributarias; la educación para todos, la salud, los derechos sociales efectivos.

* La relación con el mundo, frente a Estados Unidos, sus instrumentos financieros y militares de presión y su hoy fiel aliado y seguro servidor, el gobierno mexicano del presidente Vicente Fox; cerca de Cuba y de Venezuela; cerca de los movimientos andinos, indígenas y populares de Ecuador y de Perú y del movimiento campesino de Brasil; y en busca de una definición indispensable de los gobiernos de Brasil, Argentina y Uruguay, que en su relación geopolítica y económica con Bolivia tendrán que definirse, hoy más nunca, sobre sus reales relaciones e intenciones con sus propios pueblos, con el Mercado Común del Sur y con el futuro independiente y democrático de América Latina.

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Bolivia sigue viviendo una revolución, la primera del siglo XXI, y una revolución es un proceso de fondo que, quiérase o no, obliga a todos a definirse, adentro y afuera. La luz clara e intensa que ella despide no tolera las medias tintas, los subterfugios políticos y los escondrijos declarativos.

Una revolución no es algo que pasa en el Estado, en sus instituciones y entre sus políticos. Viene desde abajo y desde afuera. Sucede cuando entran al primer plano de la escena, con la violencia de sus cuerpos y la ira de sus almas, esas y esos que siempre están, precisamente, abajo y afuera: los postergados de siempre, los dirigidos, aquellos a quienes los dirigentes consideran sólo suma de votantes, clientela electoral, masa de acarreo, carne de encuesta. Sucede cuando esas y esos irrumpen, se dan un fin político, se organizan según sus propias decisiones y saberes y, con lucidez, reflexión y violencia, hacen entrar su mundo al mundo de los que mandan y logran, como una vez más en este caso, lo que se habían propuesto. Lo que viene después, vendrá después.

 
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