Usted está aquí: jueves 22 de diciembre de 2005 Sociedad y Justicia El cura Jon Cortina y "los aristócratas del espíritu"

El cura Jon Cortina y "los aristócratas del espíritu"

Un testimonio sobre el sacerdote vasco y su compromiso con el pueblo salvaroreño

BLANCHE PETRICH

Ampliar la imagen El sacerdote jesuita en una imagen captada en la capital de Guatemala el 20 de julio pasado FOTO AP Foto: AP

Una agenda del año recién estrenado (1992) asomaba del bolsillo de su camisa. El padre Jon Cortina se disponía a enfrentar los primeros pasos de la posguerra en El Salvador acompañando y amparando a los suyos, a quienes había hecho suyos, a los campesinos pobres de Chalatenango. El acuerdo de paz se había firmado la noche de Año Nuevo en Nueva York mientras él celebraba una vigilia de esperanza en la parroquia de San José de las Flores, cabecera departamental en plena zona de conflicto.

Esos días de febrero, cuando lo visitamos en su casa en Guarjila, todo era incertidumbre. ¿Se mantendría el cese del fuego? ¿No serían traicionados los muchachos del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) después de entregar las armas? ¿Cómo sería la paz para ese pueblo lleno de ruinas y cráteres, cicatrices de los bombardeos, con su población devastada por 11 años de enfrentamiento?

Jon Cortina recibió al pequeño grupo de periodistas mexicanos bajo un emparrado que hacía amable el sol de mediodía. Sacó unas sillas de bejuco y nos sentamos a escucharlo. Nos habló de su convicción de que pese a las dificultades, la gente iba a sacar adelante los acuerdos de paz, a superar el rencor; los muchachos iban a honrar su palabra. "Ellos son los verdaderos aristócratas del espíritu", expresó.

No olvidé esa frase. La volví a encontrar recientemente, de nuevo en boca de Cortina, al leer una entrevista con la revista salvadoreña El Faro. Se refería a la obra inmensa que emprendió apenas callaron los fusiles: reunir a las familias que desgarró la guerra, recuperar para las madres -que él conocía bien- los hijos extraviados o robados por los militares que habían arrasado sus comunidades.

Los reporteros de El Faro indagan sobre el mar de sentimientos encontrados que afloran cuando un joven o una muchacha que ha vivido 10 años o más con otra familia, quizá en otro país, se rencuentra con su madre biológica en algún pueblo perdido y subdesarrollado del campo salvadoreño. Cortina habla de cómo las madres se comen a los hijos a besos y después los dejan ir, aliviadas de saber que el pequeño que le fue robado hace tanto tiempo está bien, vivo y crecido. "Son verdaderas aristócratas del espíritu", repite el cura.

Se cuenta que Cortina sobrevivió de manera fortuita al asesinato colectivo de sacerdotes en la Universidad Centroamericana Simeón Cañas en noviembre de 1989. En esos años de convulsión pocas veces abandonaba su parroquia, en Chalatenango, pero esa noche había sido convocado por el rector de la universidad, Ignacio Ellacuría, a una reunión. No pudo llegar a San Salvador porque algún caso de violación de derechos humanos se le atravesó. Pero los asesinos lo esperaban. Durante las primeras horas después del crimen su nombre figuraba entre los de religiosos ejecutados. "Me oí muerto", decía.

Después le aconsejaron alejarse de Chalate. Nunca se fue.

Conocía a fondo el alma del campesino salvadoreño. El y otro jesuita, Jon Sobrino, llegaron a El Salvador en 1955, recién egresados del seminario, originarios ambos de los barrios obreros de Bilbao, huyendo de lo que les deparaba la vida en la Iglesia de la España franquista. La teología de la liberación no había sido bautizada aún como tal, pero ese fue el camino que eligieron.

Fue maestro en la UCA, plantel de jóvenes acomodados en El Salvador de las 14 familias: un pequeño núcleo de oligarcas que exprimían a un pueblo misérrimo. Luego estudió ingeniería en el exterior. Regresó a fines de los años 70, poco antes de que fuera asesinado un cura de ésos que optaban por estar del lado de los pobres y sus rebeldías, Rutilio Grande, en Aguilares. Ese crimen movió muchos de los resortes de lo que a la vuelta de los años tomaría forma de movimiento revolucionario. Cortina tomó otra opción: pidió vivir en Chalatenango, en uno de los frentes de guerra.

Como muchos otros curas en zonas de conflicto, comprendió la opción del pueblo por levantarse en las armas como reacción a la injusticia endémica y a lo que definía como "la primera violencia", la que sufrían los padres al ver que los soldados mataban a un muchachito, o que otro se les moría de hambre. Entre los religiosos que vivieron esa vocación fueron muchas las bajas, además del obispo Oscar Arnulfo Romero y los seis jesuitas de la UCA. Cortina salió ileso de varios atentados.

En 1993, cuando la oficina de Naciones Unidas para el proceso de paz en El Salvador (Onusal) llegó a Chalatenango para documentar el informe de la Comisión de la Verdad, Cortina asistió a las sesiones y entrevistas. Se sobresaltó al notar que entre los testimonios abundaban no sólo los de madres que referían la muerte de sus hijos, sino los secuestros. "Se vendían. ¡Aquí hubo un trasiego de niños que es vergonzoso!", dijo en la entrevista con El Faro. Y decidió no ser indiferente a esa realidad que el informe de la comisión dejó a un lado.

Empezó entonces su gran batalla. Fundó la organización Pro Búsqueda de Niños y Niñas, que en 10 años acogió 750 peticiones. A contracorriente de la indolencia de las autoridades y la cerrazón de los militares, Cortina y su puñado de colaboradores buscaron en 11 países, tocaron todas las puertas y lograron encontrar a 293 jóvenes, además de que organizaron 169 rencuentros. Muchos otros aún están en proceso.

Además del activismo, Cortina vivía de la docencia como ingeniero en San Salvador. Y aunque decía nunca haber estudiado formalmente la teología de la liberación, no transigía con ninguna expresión de injusticia. Injusto le parecía, por ejemplo, que el difunto papa Wojtyla no hubiera tomado una acción más contundente en contra de los asesinos de monseñor Romero y otros religiosos en El Salvador. Incongruente, que El Vaticano no agilizara el proceso de canonización del prelado salvadoreño, conforme al clamor de su pueblo.

Y más: "A mí me pareció un insulto que habiéndose opuesto a las guerras el papa Wojtyla, el señor Bush estuviese en primera fila el día de su funeral, cuando el pontífice quiso haber ido a Irak para ponerse como escudo viviente para que no bombarderan Bagdad", dijo a la revista El Faro, apenas en abril.

Tenía 70 años al morir. El jesuita José María Tojeira, sucesor de Ellacuría en la UCA, dio a conocer la noticia en la radio salvadoreña. Las reacciones de pena y solidaridad brotaron de todos los rincones habitados por guanacos pobres. En Los Angeles, Euskadi, Guatemala y El Salvador se celebran misas. Pero las expresiones más sentidas se han producido en Guarjila, comunidad que fue despoblada y repoblada en los 80, donde Cortina tenía su casita, su parroquia. Desde ahí, los campesinos, esos aristócratas del espíritu que nada tienen, han pedido que los restos de Cortina, "el padre de Guarjila", descansen en esa tierra.

 
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