Usted está aquí: lunes 5 de diciembre de 2005 Opinión La puntada de la costurera

Sergio Ramírez

La puntada de la costurera

Lisboa. Aquel anochecer del primero de diciembre de 1955 la costurera que volvía a su casa enfundada en su abrigo marrón, tras una jornada como muchas otras en la tienda de ropa del centro de Montgomery, donde trabajaba haciendo repulgues, no quiso ponerse de pie para dejar su asiento del autobús a un pasajero blanco que subió tres paradas después de la suya. "No es que estuviera físicamente cansada de lo duro de la jornada, sino cansada de ceder", dice la costurera en su autobiografía.

La costurera se llamaba Rosa Lee Parks, y estaba iniciando un largo viaje que habría de tener parada no frente a la puerta de su casa en los suburbios de negros segregados, adonde no pudo llegar esa noche porque la pasó en la cárcel gracias a su rebeldía, sino muchos años después, en la rotonda del Capitolio en Washington, donde su cadáver recibió el tributo de miles y miles, negros y blancos, que desfilaron en silencio frente al féretro. El solemne tributo a una simple pasajera que medio siglo atrás, habiendo pagado su pasaje, defendió su derecho de sentarse donde le viniera en gana.

Para aquella fecha de su hazaña, Rose tenía 41 años. Al contemplar su fotografía de entonces es imposible descubrir en ella ningún rasgo de altanería. No se trata de ninguna agitadora. Se trata, por el contrario, de una mujer atractiva, que mira dulce y apacible tras sus lentes de fina montura metálica, incapaz por su apariencia de quebrar un plato, ya no digamos toda la vajilla, como en verdad hizo. Su sonrisa es serena y tranquila, la sonrisa de quien sabe lo que está haciendo, y se ha hecho cargo hace tiempo de las consecuencias. La cárcel, una de ellas.

Porque al no levantarse de su asiento, el chofer llamó a la policía y fue llevada a la cárcel, de la que sólo salió tras pagar una multa de 10 dólares, a los que hubo de agregar cuatro más por las costas del juicio. Los cargos fueron de conspiración contra una ordenanza municipal e incitación al desorden. Además, fue despedida de su trabajo. Era un delito no ceder el asiento a un blanco en Alabama, lo mismo que en cualquiera de los estados del llamado "cinturón de la Biblia" en el sur de Estados Unidos, donde la cultura de dominación blanca no se distinguía de la cultura del apartheid en Sudáfrica. Las primeras filas de asientos en los autobuses estaban reservadas a los blancos, y las últimas, a los negros. En el medio había una zona difusa donde los negros podían sentarse, siempre que no apareciera un blanco reclamando el puesto.

En esa zona se sentó Rosa esa vez, y tres paradas después, cuando subió un pasajero blanco, el chofer le ordenó que desalojara el sitio. Otras tres mujeres negras que iban en la misma fila obedecieron y recularon hacia los asientos en el fondo. No se trataba de desalojar un solo asiento, sino todos los de la fila, porque un blanco no podía hallarse nunca en vecindad con un negro.

¿Quién era aquel chofer, cómo se llamaba? He buscado en vano su nombre en las crónicas. La verdad es que ¿a quién le interesa? No era más que un ejecutor de una de las leyes de supremacía racial que impedía a los negros no sólo mezclarse con los blancos en los autobuses, sino también en los trenes, en las salas de espera, en los restaurantes, en los cines; tampoco podían usar los mismos excusados públicos ni los mismos elevadores ni beber agua de las mismas tomas ni asistir a las mismas escuelas ni a las mismas universidades.

De allí, de aquel acto solitario, nació la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos A los pocos días comenzó un boicot contra el transporte público en Montgomery que duró más de un año. Ningún negro volvió a subir a los autobuses y todos se mantuvieron yendo a pie a sus trabajos, o en bicicletas, o en carretones tirados por mulas. Otras ciudades negras se sumaron pronto al boicot.

Era el comienzo de una rebelión pacífica, la más memorable del siglo XX, que encabezaría desde entonces un pastor muy joven de la iglesia bautista de Dexter Street en Montgomery, al que nadie conocía: el doctor Martin Luther King. La rebelión desembocó primero en la sentencia de la Corte Suprema que en 1956 declaró inconstitucional la segregación en los autobuses, y luego en 1964, en la abolición formal de la discriminación racial. Cuando el doctor King pronunció en Washington su célebre discurso "yo tengo un sueño..." era la boca de Rosa la que hablaba; y era ella también quien habría de hablar en adelante por la bocaza de Muhammed Alí, quien no habría de callar nunca más.

Había mucho de qué hablar. La apacible costurera había asistido de niña a una escuela rural de negros donde los alumnos recibían clases hacinados en una sola aula, con una sola maestra, cualquiera que fuera el grado en que estuvieran, y las clases sólo duraban hasta el tiempo en que empezaba la recolección de las cosechas, cuando todos debían ir a trabajar. De niña supo también de los linchamientos y de los asesinatos perpetrados por los Klansmen, los jinetes encapuchados del Klu-Klux-Klan, que salían en cabalgata por las noches a cazar negros. Aún existe el Klu-Klux-Klan, y tienen su página en la red, donde se presentan como una organización de cristianos de raza blanca.

El viaje de Rosa en el autobús de Montgomery aún no termina. La integración legal entre blancos y negros no acaba de dar paso a una integración real en términos sociales. Quedan todavía muchas formas de discriminación abierta o velada. Existe tolerancia, y quizás convivencia en los espacios públicos, pero las fronteras invisibles que separan a ambos se mantienen, unas veces de manera sutil y otras de manera más ofensiva. Baste recordar que la inmensa mayoría de las víctimas del huracán Katrina que asoló Nueva Orleáns, abandonadas a su suerte, eran negros.

La historia es implacable, y ha olvidado al chofer que ordenó a Rosa Lee Parks ceder su asiento en el autobús. El autobús pintado de blanco, verde y amarillo, sin embargo, se exhibe ahora en el Museo Henry Ford de Michigan, igual que el Espíritu de San Luis, el avión en que Linbdberg cruzó solitario el Atlántico en 1927, se exhibe en el Museo Smithsonian, de Washington.

Pero el viaje de Rosa fue aún más intrépido que el de Lindberg. Al quedarse sentada, puso de pie a los suyos.

www.sergioramirez.com

 
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