Usted está aquí: domingo 4 de diciembre de 2005 Política Un despido deseado

Néstor de Buen

Un despido deseado

Por lo menos cada día a través de la prensa (y tal vez me quede corto si consideramos también noticiarios de radio y televisión) sabemos de un grupo de policías que actúan como delincuentes. Eso puede referirse a los policías policías, esos que vemos en las calles con su uniforme y siempre tomando un refresco o comiéndose una torta, pero también, y de manera especial, a todas las corporaciones que se supone tienen a cargo las investigaciones. En La Jornada de hoy, viernes 2, aparece un bonito anuncio de que el cártel de Sinaloa compró a por lo menos 11 agentes de la Agencia Federal de Investigación, y en otro glorioso encabezado se dice que el jefe de la ministerial de Morelos está acusado de proteger a asaltantes, mientras uno más nos dice que se niega ayuda a un albañil que fue lisiado gravemente por un policía ebrio y que no se le hace caso a pesar de las serias lesiones que sufrió. Entre tanto, la ineficacia de la policía se hace más que evidente en el lamentable caso de las muertas de Chihuahua, tema cada vez más doloroso. Y muchos casos más, por cierto.

El problema transcurre, ciertamente, entre la corrupción, que puede ser absoluta, y la ineficacia, que es absoluta. Lo primero me recuerda algo de mi época de estudiante en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en los años 40. Era procurador de Justicia del Distrito Federal el maestro Franco Sodi. Al tomar posesión debe haber encontrado -lo que supongo ya suponía- un nivel de corrupción entre los agentes de la Policía Judicial que le pareció excesivo. Tuvo una idea: invitar a estudiantes de derecho para que se incorporaran a la Policía Judicial, de manera que se evitara la corrupción por la intervención de personas de tan alta calidad moral presunta. Ya se puede imaginar el resultado, que me consta porque alguno de mis compañeros que habían aceptado la chamba me lo informó, por cierto con una referencia velada a su propia conducta: los estudiantes de derecho se hicieron corruptos, y los agentes antiguos encontraron un ambiente de enseñanza que les debe haber sido muy grato con tan elevados discípulos.

Es claro que la corrupción no puede ser unilateral. Tanta culpa tiene el que recibe como el que da. Pero es evidente que el que da supone que si no lo hace así, va a tener que trasladarse a una agencia del Ministerio Público, que le garantiza, por lo menos, tiempos de espera insoportables. Sin olvidar su migajita de corrupción que, a fin de cuentas, le va a salir más cara al ciudadano que la discreta mordida que pueda entregar en el instante.

Déjenme que me declare culpable. Hace poco más de dos años, alrededor de las tres o cuatro de la madrugada, me habló un sobrino para informarme del fallecimiento de mi hermana Paz. Mi mujer y yo nos trasladamos al hospital Español, sin prisas mayores porque ya esperábamos la noticia y se trataba de llevar a cabo los trámites incómodos que acompañan a esos hechos. Concretamente, sacar el cadáver y llevarlo a una agencia de inhumaciones. No creo haber pasado de 40 o 50 kilómetros por hora cuando circulando por Ejército Nacional me paró un motociclista, por cierto de elevada graduación, que me acusó de exceso de velocidad. La acusación no podía ser más idiota. Le presentó documentos y me negué a una transacción. Me propuso ir a la delegación, lo que me resultaba imposible, dadas las circunstancias. Me pidió 500 pesos y se los di, renegando de mi debilidad, porque al sacar el dinero de la bolsa, un billete de esa denominación quedó a la vista. No tuve más remedio que anteponer el tema más urgente, mucho más urgente, que me llevaba al hospital y del que, además, le informé a ese sinvergüenza. Sin embargo, caí en la culpa de aceptar la transacción.

Me parece que una solución del problema sería despedir a la totalidad de los policías de las especialidades que fueren y consignarlos por los delitos que se puedan presumir. Tendríamos la tranquilidad de que, por lo menos esos delincuentes naturales irían a ocupar su lugar en las cárceles de todo el país. Habría tres problemas, sin embargo. El primero, la atención de las demandas que la mayor parte plantearía. El segundo, la vigilancia de los procesos, con la alternativa de que, si en algún caso, por casualidad, el interesado resultase inocente, se le podría reinstalar. El tercero, quizá el más grave, sería que ahora, a los policías uniformados los identificamos fácilmente y podemos tomar las precauciones desde cierta distancia. De civiles, sería más difícil. A lo mejor habría que tomar una decisión importante, antes de proceder de esa manera. Sería la de uniformar también a los policías secretos (que muchas veces se les identifica sin necesidad de uniforme), para correr a tiempo, cuando hubiere uno a distancia regular. Claro está que la necesaria discreción que acompaña a la decisión de no ponerles gorra, trajecito azul o café, cartucheras y pistolón se vería en riesgo y los delincuentes oficiales podrían tomar medidas precautorias. Aunque, la verdad sea dicha, más bien creo que esos delincuentes conocen de sobra a los otros, por lo que no se pierde nada. De cuando en cuando hay que creer en las utopías.

 
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