Lucha por el rumbo
Atrapado por sus financieros durante la campaña de 2000. Condicionado por su provinciana formación religiosa que lo dispone a inclinarse y besar las manos cubiertas de anillos de obispos y curas de parroquia. Truncado en su preparación como hombre de Estado y con un entusiasmo de vendedor, rayano en la desmesura, que circunda a todo funcionario de una trasnacional, Vicente Fox fue incapaz de visualizar una Presidencia de mayor altura que la que definió él mismo: un instrumento de gerentes para empresarios.
En su paso por el Poder Ejecutivo soslayó las aspiraciones de cambio real que se agitaban en la muy amplia coalición de electores que lo llevó al poder: aquel conglomerado de centro izquierda que hizo posible su triunfo. Ciudadanos que entreveían horizontes más allá del inmediato impulso, expresado en la pedestre consigna de sacar al PRI de Los Pinos. Tampoco pudo visualizar, menos aún entender, la pugna entre dos corrientes opuestas para definir el rumbo del desarrollo que circulaban por el continente desde los inicios de su mandato. Una, liberal a ultranza, con mercados abiertos a productos y capitales. Y su contraparte, la que incluye correctivos, identidad y diseños propios ante una globalidad instrumentada para bien exclusivo de poderosas economías y sociedades desarrolladas del planeta.
Ambas visiones conllevan, como todo proceso que ocurre en el ancho mundo, una expresión interna precisa. Cinco años después de haber tomado con fuertes dosis de frivolidad el compromiso con los mexicanos y en medio de la actual pugna por la renovación de poderes de la República, Fox no atisba más allá de sus propias limitaciones. Desea, hasta la obsesión, dejar sentado en la silla presidencial a un correligionario que le permita un retiro tranquilo. Rebaja, mientras tanto, la figura presidencial hasta convertirla en remedo de merolico radiotelevisivo, un matraquero de campaña que suelta, uno tras otro hasta llegar a los miles, fútiles espots pregonando un gobierno del cambio, tan virtual como pedestre.
De nueva cuenta se alientan los impulsos en pos de la continuidad que perfeccione -ofrecen- el modelo de gobierno todavía inconcluso. Continuidad que, aún con su mermada posibilidad de renovar esperanzas colectivas, pretende ser llevada hasta las últimas consecuencias. Agotada en promesas incumplidas, sin los apoyos externos de que antes gozó y con el peso muerto de sus muchas cortedades a cuestas, todavía hay grupos de poder, candidatos, partidos enteros que, sin otear bien a su alrededor, pretenden insistir, hasta el final, en empujar el modelo vigente. Tanto el PRI como el PAN se esfuerzan por situarse y responder a esa corriente, ya quebrada en su credibilidad, debilitada por los inocultables, groseros fracasos tenidos durante los 20 años de su brutal aplicación durante gobiernos sucesivos.
Los síntomas del deterioro que acompañan el modelo vigente son groseros, peligrosos, evidentes si se quiere ver la ya notable desindustrialización provocada por el abandono y la incapacidad que va paralizando la economía completa. Con su agricultura rota, depauperada y en espera de su mortaja final ya firmada en el TLC. Un aparato productivo con enormes huecos en su capacidad exportadora, manifiesta en los miles de millones de dólares de déficit que se apuntan en las crecientes balanzas comerciales externas con Asia, Europa y Latinoamérica.
Una sociedad que tiene a 80 por ciento de sus jóvenes en edad universitaria dispersos entre el desempleo, la informalidad y el crimen, de entre los cuales algunos huyen al extranjero para salvarse a sí mismos. Los bancos, entregados al capital foráneo, no trajeron las prácticas modernizadoras que tanto presumieron sus promotores y tampoco financian la fábrica nacional. Se han dedicado, con ahínco reconocible, a obtener el máximo volumen de utilidades, cobrar lo más posible por sus poquiteros servicios y a recargarse, mientras puedan, en los haberes públicos (IPAB). Las aseguradoras y sus hijastras, las Afore, todavía no atinan a declarar cuál será el monto que alcancen los mexicanos para su jubilación después de 30 años de ahorro forzado. Tal vez les entreguen, si bien va y luego de descontar sueldos de privilegio para sus ejecutivos y monumentales comisiones para los accionistas, el equivalente a un salario mínimo actual.
La feroz continuidad del entramado casi monopólico de las telecomunicaciones se quiere perpetuar. Dejar que los duopolios televisivos sigan apañándose la política convertida en negocio y que los demás cárteles de empresas que usufructúan privilegios sin fin escondan, tras un lenguaje productivista, su contribución al encarecimiento del aparato productivo del país y sacarlo así de la competencia mundial.
Pero los voceros y aliados de la continuidad apuntan, con regularidad compulsiva, a esas reformas pendientes, las que impulsarán -dicen- el crecimiento hasta ahora negado y dotar al PIB de dos, tres hasta cuatro puntitos adicionales. Refor-mas que en verdad entregarían la riqueza que aún se retiene, la que encierra el sector energético en primer término. Preten-den donarlo, a título gracioso, a las ambiciosas manos de las trasnacionales. A esa continuidad apuestan tanto el PRI como, con singular desparpajo y ropaje modernizador, el adelantado infante de los panistas en su persecución de la Presidencia para 2006.