Usted está aquí: miércoles 23 de noviembre de 2005 Opinión Benedicto XVI sigue siendo Ratzinger

Editorial

Benedicto XVI sigue siendo Ratzinger

Cuando, a finales de abril pasado, el hasta entonces cardenal Joseph Ratzinger ascendió al trono de Pedro con el nombre de Benedicto XVI, sus primeros propósitos fueron de humildad y respeto. El pontífice recién elegido pidió a la opinión pública mundial, a la cristiandad y a la grey católica que se le concediera el beneficio de la duda y no se le juzgara con base en su trayectoria política, ideológica y doctrinal. Y es que los antecedentes del nuevo Papa eran, por decir lo menos, inquietantes: la percepción del religioso alemán como un hombre autoritario, reaccionario y oscurantista, a la que algunos jerarcas eclesiásticos mexicanos calificaron en ese momento de "prejuicio" y "cliché", tenía, sin embargo, buenos fundamentos. El ahora pontífice militó en las Juventudes Hitlerianas, traicionó a los sectores progresistas que se manifestaron en el Concilio Vaticano II y se desempeñó, durante todo el papado de Juan Pablo II, su predecesor, como guardián de la ortodoxia y verdugo de los renovadores de la Iglesia católica: en su calidad de dirigente máximo de la Congregación de la Doctrina y la Fe (dependencia vaticana cuya denominación anterior es Santa Inquisición) persiguió a los teólogos de la liberación; descalificó a las otras ramas de la cristiandad y también, por supuesto, a las otras religiones; abogó por la exclusividad de Roma como garante de la salvación y urdió buena parte de las ofensivas conservadoras emprendidas durante la etapa de Karol Wojtyla contra las mujeres, las libertades individuales, la ciencia, la laicidad de los estados, la prevención de enfermedades de transmisión sexual, las izquierdas políticas y contra toda expresión de diversidad y relativismo.

A siete meses de distancia, las acciones de Benedicto XVI confirman los temores que se abrigaban hacia Joseph Ratzinger, demuestran que hay una clara continuidad ideológica entre el cardenal y el Papa y evidencian que las protestas de humildad y tolerancia formuladas por el segundo a unas horas de asumir el cargo eran mera simulación, una forma de ganar tiempo en tanto reunía en sus manos los hilos del poder vaticano. En la edición de anteayer de este diario se dio cuenta de la imposición pontificia contra los monjes franciscanos de Asís, guardianes del cuerpo de San Francisco y conocidos en todo el mundo por su actitud progresista y humanitaria. El pasado fin de semana Ratzinger revocó la autonomía de que había venido disfrutando esa orden y la unció a la autoridad del obispo local, cardenal del Vaticano y líder de la conferencia episcopal italiana. La medida no sólo fue vista como forma de cortar los vínculos entre los monjes de Asís ­quienes se han caracterizado, entre otras cosas, por dar refugio a políticos perseguidos­ y el resto de la sociedad, sino también de favorecer a la derecha en las elecciones locales de abril próximo.

Ayer Ratzinger hizo publicar una directiva que veta el ingreso a los seminarios y al sacerdocio a "aquellos que practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente radicadas y apoyan la llamada cultura gay". Tras calificar de "desordenadas" a las personas con esas características, el documento afirma que "se encuentran en una situación que obstaculiza gravemente una correcta relación con hombres y mujeres". Se reafirma, así, la tradicional actitud oscurantista, fóbica y discriminatoria del religioso alemán contra la condición homosexual y, de paso, se pone en evidencia el enorme absurdo de los votos de castidad impuestos al clero femenino y masculino, toda vez que esa norma anacrónica pretende convertir a los religiosos en seres asexuales, independientemente de sus tendencias previas: ¿qué importancia habría de tener, entonces, la orientación de novicios y novicias? Finalmente, la instrucción de Benedicto XVI denota una hipocresía insoslayable, en la medida en que condena y repudia una preferencia sexual legítima, en tanto el Vaticano sigue empeñado en encubrir y escamotear a la acción de la justicia a aquellos de sus integrantes sobre quienes pesan acusaciones por delitos sexuales. El pontífice actual, pues, no ha cambiado: sigue siendo el Ratzinger de siempre.

 
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