Usted está aquí: lunes 14 de noviembre de 2005 Opinión Las hormigas de los Reguero

Hermann Bellinghausen

Las hormigas de los Reguero

Felícitas se puso ciega de coraje ante la intrusión masiva de aquella larga columna de combatientes enemigas en camino a saber qué mugre migaja o costra atrás del más inamovible de los muebles. En la cocina, para acabarla de fregar.

No que no las conociera, si hasta peores eran las coloradas esas en las montañas mazahuas donde queda colgado el ranchito en que creció, en el estado de México, en tiempo que hoy cubre la anaranjada pátina de un olvido involuntario y muy, muy piadoso.

La nostalgia se le termina pronto en la infancia, y luego hay un apagón a partir del primer hombre que la atacó, un chofer de Atlacomulco (de eso sí se acuerda), que cuando menos no la embarazó, aunque sí la dejó bien lastimada. De los tiempos posteriores no habla ni en sus frecuentes soliloquios en voz alta.

Al fin asoman algunas canas en su renegrido pelo de india vieja. La existencia doméstica y de prestado en una casa familiar del defe en la que trabaja hace cuarentamil y tantos años la salva de verdaderas tensiones. Qué sabe Felícitas de años, con una vida tan tranquila que ni su edad recuerda.

A sus años no sabe leer. Su orgullo está en mantener la casa de los Herrera limpia como una palma de su mano. La cocina primero que nada.

Resulta que se había tomado "vacaciones" por primera vez en siglos para irse a quedar con su hermana Florida y visitar a sus nietos de Ecatepec.

No se puede ir una sin que empiecen a dejar su cochinero por donde quiera, pensó, neuras como se pone, y peor con la edad y lo acostumbrada que está a ofenderse "por nada" con la patrona, en realidad un ama de casa tan pulcra y obsesiva como la propia "muchacha". ¿Cuántas mujeres son llamadas "muchacha" a los 60? El racismo "normal" de la clase media, percibían con similar claridad Félicitas y su hasta eso alivianada patrona, tiene mucho de envidia. Y miedo a la solidez impenetrable, irónica y en cierto modo superior de estas indias tan listas.

Se "contrató" con los Herrera sabe desde cuándo y se halló de inmediato. Entonces dejó de ser madre (un alivio: se la pasaba pariendo y criando hijos de hombres imposibles, y lo bueno que la señora Herrera le permitió tener a los dos chiquitos en la casa y hasta ayudó a que fueran a escuela del gobierno). Pronto se estrenó en el menos comprometedor papel de abuela, por sus hijas grandes que vivían en Ecatepec. En ese rol ya la empató la patrona, sólo que todavía no bisabuelea y Felícitas sí. A cada clase social sus ritmos, y en las familias "decentes" la prole corre menos prisa, no conocen la precocidad reproductiva del campesinado.

Buscó la jerga, sin encontrarla pues la señora la cambió de lugar. Otra irritación. Agarró la tela yes del escurridor, la impregnó con cloro y salió tras el pellejo de todas y cada una de las condenadas hormigas que, sospechaba, provenían del jardín de los Reguero, como llamaba Felícitas a los Ramos con descriptiva mala leche.

Esparció una línea de amoniaco arriba de la barda entre las dos residencias, un vade retro terminal, y corrió a reclamarle a la señora Herrera. La encontró surciendo en el sillón del costurero.

-Ay, Felícitas. Dispense usted (después de medio siglo siguen hablándose de usted). Es que vinieron los niños de Ale y tuvieron guerritas de yogurt en la cocina.

Así de fácil, se indignó en silencio la muchacha ante la increíble explicación. El resto del día no se dirigieron la palabra. Felícitas no se reponía de la humillante incursión de hormigas en "su" cocina. Cuando subió a dormir, no cogía sueño. Por el contrario, sentía cosquillas y piquetitos en todo el cuerpo. Una sensación cercana al delirium tremens.

Se echó la bata de toalla encima. Bajó al jardín. Trepó el tapanco. Alumbrada con el candil muy mono que pone la señora en la cena navideña echó un vistazo a la línea de amoniaco. Seguía inviolada. De hecho, no había enemigas a la redonda. Sólo así logró dormir, sin más mugres hormigas que la sacaran de sus casillas.

 
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