Sobre la revuelta en Francia
Sería un grave error creer que la revuelta urbana en Francia es un fenómeno particular e irrepetible, excepcional. Por el contrario, como otras veces a través de la historia, los acontecimientos parisinos parecen ser el modelo a seguir, la anticipación de lo que puede ocurrir en toda Europa y en otras ciudades del mundo. A crear las condiciones para la violencia urbana concurren numerosos factores, pero ninguno es tan responsable como la desigualdad reproducida por el "modelo" económico en esta fase de mundialización. La aparición de un mercado universal estimula las corrientes migratorias, pero aunque los recién llegados hacen su aporte al desarrollo general se quedan en las orillas, muchas veces sin derechos equivalentes, es decir, no son requeridos como ciudadanos en el sentido real del término. Se refuerza así el dualismo a escala planetaria.
Como si de una metáfora histórica se tratase, hay una suerte de regresión a las etapas primitivas del capitalismo, cuando los barrios periféricos de las grandes urbes industriales se saturaban de nuevos proletarios venidos del campo para ser sometidos a una forma de explotación que los condenaba a la competencia desesperada por un pedazo de pan, a constituir en tiempos duros el "ejército de reserva" laboral y, finalmente, a luchar por sus derechos humanos y laborales, lo que les permitió transformarse, como dice el Manifiesto, en una clase nacional para la defensa de sus propios objetivos. Sólo que ahora, y guardadas todas las proporciones del caso, en plena eclosión de la productividad a escala internacional, los recientes "parias de la Tierra" viven perdidos en guetos impenetrables a los cuales han sido segregados social y territorialmente, sin perspectiva alguna de "integrarse", como les reprochan periódicamente los prohombres de la República que predican contra la violencia amenazante.
Los protagonistas de esta revuelta son los habitantes fantasmales de la ciudad deshumanizada que la globalización reproduce cada día sin avistar un futuro mejor. La gran urbe cosmopolita abierta al mundo, a la ciencia y la cultura es a la vez una ciudad deshumanizada, enfrentada a sí misma, un laberinto sujeto a la lógica excluyente del racismo y la xenofobia, a la desigualdad que adquiere todos los tonos posibles, multiplicada por un sistema que abandonado a sus impulsos espontáneos no puede desarrollarse sin multiplicar la exclusión. Es la fractura social la que hace posible la revuelta y no a la inversa, como quieren los defensores del orden en todas partes.
En las "ciudades dormitorio" francesas conviven varias generaciones de desempleados, son los hijos de las diversas emigraciones por el desierto que no hallaron la tierra prometida soñada por sus padres. Es verdad que al menos allí sobreviven, lo cual probablemente no ocurriría en sus lugares de origen, pero a cambio han de aceptar los peores efectos de la discriminación y la desigualdad: desempleo estructural, nivel educativo mínimo, delincuencia galopante, servicios deficientes, deterioro urbano y ambiental generalizado.
Los incendios cotidianos, en efecto, son terribles, pero nadie parece demasiado sorprendido. La crisis de los barrios marginales estaba anunciada por hechos puntuales en ese laberinto donde se dan la mano la xenofobia, establecida como ideología de grandes sectores de la población, siempre dispuesta a creer que la culpa de todos sus males está en los otros, negros, pobres, árabes, y el fundamentalismo religioso, con su rechazo a compartir los ideales del Estado laico que prefiere, a pesar de todo, mantenerlos aislados en su propio jugo. Y, sin embargo, a pesar de la voluntad persecutoria no hay tal revuelta "islámica". Lo que hemos visto es una explosión social, sobre todo juvenil, contra nada y contra todo, pero al cabo limitada a consumirse en sus propias llamas. Quien crea que está a salvo que lance la primera piedra.