Apareció la luna valenciana
Enrique Ponce a la luz de la luna otoñal meció las palmeras valencianas que le laten en las arterias y acabó con el cuadro en una tarde apoteósica. Fundador del toreo balletista, su cuerpo soñaba palmas de danza jaleando zambra y no era sueño. Natural, muy natural, relajado, el torero tenía el ritmo de las cumbres onduladas. Bailaba a la muerte al compás de la guitarra, arqueo de cintura y asomo al vacío. Río de gracia que rondaba los muslos toreros y surgía el milagro del toreo a toros débiles.
Intoxicado de chile se llenó de sabor mexicano y salió del hospital a la plaza en ritmo con nuestro sentir. Y el cristal de sus cuatro medias verónicas al quinto de Fernando de la Mora fue espuma de oscuridad al clarear en el crepúsculo azteca. Tenían forma llena de sol y olor tequilero en la fría tarde, contradictoria como la muerte vida. No hubo más sol ni brisa que el aire valenciano que acariciaba al noble, pero, frenado burel que puso en jaque a los banderilleros.
Toreo ballet, voluptuoso, en conjunción, con los toritos de hoy en día como los de Fernando de la Mora en la tarde ayer, noblotes, suaves, débiles, rodando por el suelo a los que el torero hizo lucir con el ondular de las olas de su cuerpo derramador de sal marinera. Cachondeo con los toros a los que acunaba en su muleta de lujuria en son de palmas y a los que estoqueó entregándose a la perfección.
Enrique Ponce dueño de una maestría y una técnica de lujo, literalmente juega con los toros. En faenas que no quisiera terminar nunca, gustándose hasta el clímax de su propia estética y enloqueciendo a la afición que llenó el tendido.
El negrito en el arroz es que al torero valenciano acaba faltándole la hondura del clasicismo torero en la mayor parte de sus faenas. Eso sí, estas tienen el embrujo de la estética "poncista" y es del gusto de los aficionados. No en balde lleva 10 o más años toreando 100 corridas al año.