Cambio y riesgo en la globalización: reformar las reformas
Con la suerte echada para el próximo 2 de julio, las coaliciones, cuya formación toma cuerpo al calor del triunfo de Felipe Calderón, tendrán que ocuparse tarde o temprano del inventario de lo que ha ocurrido con este país en los pasados 20 años. Atrás tendrán que quedar los devaneos con una reformitis que dio de sí y que por lo pronto no deja sino desgaste y de-sencanto sociales, no sólo popular, sino a todo lo largo y ancho de la pirámide social.
Discutir el diagnóstico es el primer paso para aspirar a un acuerdo racional y si se puede nacional sobre el curso futuro de nuestra economía política. Desde el centro-derecha que se forma en torno a Felipe Calderón o desde la izquierda que Andrés Manuel López Obrador quiere centrista, tendrán que venir respuestas y propuestas a un reclamo fundamental que se hace, con los días, exigencia airada de empresarios, trabajadores, jóvenes y viejos por igual: México tiene que recuperar el crecimiento extraviado hace dos décadas y el Estado debe encontrar la forma de distribuir las cargas y los beneficios de ese crecimiento, de conformidad con las promesas igualitaristas y de equidad que son propias de toda democracia moderna. No hay escape ni fuga hacia delante ante este dilema, salvo a costos políticos enormes que no harán sino erosionar más nuestros frágiles tejidos de entendimiento comunitario.
Riesgo y cambio es la pareja que articula nuestras transiciones. Vale la pena tensar la memoria y ver atrás aunque sea esquemática y apretadamente.
El estallido de la crisis de la deuda externa en 1982 fue visto desde la cúpula del poder y la riqueza como el final de una etapa en la historia del desarrollo mexicano. No sólo en lo económico, sino también en lo político y en lo social, el país ha sufrido a partir de entonces mutaciones enormes, para bien y para mal.
La crisis trajo de todo. Para empezar, una dramática ruptura en cómo acostumbraban relacionarse los grupos dirigentes del Estado con los grupos dominantes en la economía y la sociedad. La nacionalización bancaria de aquel año revelaría de modo brutal las enormes brechas en el esquema de cooperación entre el sector público y el privado que, durante el gobierno del presidente Luis Echeverría, habían empezado a aflorar al calor del activismo presidencial que buscó a toda costa sellar con crecimiento económico las fallas en el sistema político que el 68 había desvelado a un costo muy alto en términos de vidas, sangre y expectativas juveniles.
La crisis económica de aquellos años llevaba casi de manera natural a preguntarse si no había algo más profundo debajo del desbarajuste económico y financiero que había provocado o hecho evidente el estallido del conflicto de la deuda. Si no se trataba de desajustes mayores en el conjunto de la organización estatal que propiciaban enfrentamientos recurrentes, que buscaban saldarse con medidas de corto plazo que afectaban las finanzas públicas y al conjunto del entorno macroeconómico, hasta aterrizar en descalabros cambiarios cada vez mayores y en una corrosión progresiva de un sistema financiero, cuyo punto crítico es, al final del día, la confianza que pueda generar en el público, en los poderes de hecho y de derecho, y desde luego en los prestamistas e inversionistas internacionales.
Como se recordará, en los primeros momentos después de la crisis de la deuda externa la emergencia imperaba. De lo que se trataba, a decir del presidente Miguel de la Madrid, era "evitar que el país se nos fuera de entre las manos".
Para ello, el gobierno sometió a la sociedad y su aparato productivo ya decaído, pero todavía prácticamente intacto y en parte remozado gracias al auge petrolero anterior, a un ajuste externo y fiscal draconiano que tenía como objetivo principal y casi único crear el excedente necesario para continuar pagando la deuda y, de esta manera, poder retornar pronto a los mercados internacionales financieros. Así, se decía, México retomaría el crecimiento que entonces se perdía como resultado de la crisis financiera y de una abierta decisión de Estado. La estrategia no rindió los frutos esperados y más bien se convirtió en una "política económica del desperdicio", como la bautizaron en aquellos años Vladimiro Brailovsky y Natán Warman.
Fue ante el fracaso de estas recetas convencionales que empezó a surgir la idea del cambio estructural que debía estar dirigido a volver al país capaz de adaptarse e inscribirse en los portentosos cambios del mundo, que adquirieron velocidad de crucero al desplomarse el sistema bipolar. Fue en ese tiempo que irrumpió el reclamo democrático a escala internacional, y se intensificó la búsqueda de los caminos más rápidos y expeditos para recuperar el tiempo perdido, así como rencontrar la vía del mercado y del capitalismo que se había bloqueado en buena parte de Europa y Asia, pero también en América Latina y Africa.
Así sonaba, al menos, el relato en buena medida inventado por los ganadores, que luego se tornaría una auténtica leyenda negra del desarrollo anterior, y en nuestro caso del crecimiento y la industrialización dirigidos por el Estado surgido de la Revolución Mexicana. Era la Primavera de los pueblos, de la globalización y del mercado.
Todo se volvió reforma para la globalización y el llamado Consenso de Washington lo codificó en discurso y receta universal, que habrían de declamar por igual checos y polacos, rusos y mexicanos, peruanos y brasileños. A los chilenos los habían forzado a hacerlo a sangre y fuego durante la dictadura, y con su recuperada democracia los preceptos básicos impuestos no cambiaron, aunque el pragmatismo de la Concertación se las haya arreglado para sostener el ritmo de crecimiento, controlar los movimientos de capital y reducir progresivamente la inflación y la pobreza, aunque la desigualdad haya perdurado hasta nuestros días.