Usted está aquí: domingo 23 de octubre de 2005 Opinión Calamidades: respuesta a los excesos

Laura Alicia Garza Galindo

Calamidades: respuesta a los excesos

El planeta, que por siglos -especialmente a partir del siglo XX- ha recibido los más destructivos ataques de la humanidad, ha comenzado a convulsionarse, y la enojada respuesta a los agravios son de tamaño semejante. Primero fue la manifestación de algunos fenómenos, que a la mayoría nos parecían sacados de cuentos de ciencia ficción, ya que se suponía sucederían en 50 años: el incremento de la temperatura del planeta; el derretimiento de los glaciares, que aumenta el nivel de los océanos; el agujero de la capa de ozono -del que afirman los que saben es de casi 30 millones de km2-, producto de los gases de invernadero; luego fuimos percibiendo que los inviernos y veranos se tornaban más severos, los veranos se inician antes y los inviernos se alargan; los insectos y aves migratorias se desplazan a latitudes antes demasiado frías; dolorosos han resultado los suicidios colectivos de ballenas y orcas por la desorientación que provoca el cambio de las corrientes marinas, por el calentamiento de las aguas, y más aún, los desastrosos resultados del paso de los tsunamis, terremotos, huracanes, sequías y plagas, con su estela, inconmensurable, terrible, de muerte y desolación.

Los huracanes y tormentas ya no se circunscriben a las áreas tradicionales: continúan formándose entre los mares del Atlántico a la altura de Cabo Verde en Africa y transitan hasta la región del Caribe, para azotar sin clemencia a ésta, a Centroamérica, México y Estados Unidos. Pero ahí esta el caso del huracán Rita, que después de hacer el recorrido de rigor regresa al Atlántico, lo atraviesa cobrando nueva fuerza e inunda Inglaterra, buena parte de la península escandinava y baja hasta Italia, y parte de los países bálticos. Son evidentes los cambios climáticos en todo el orbe. Mientras Brasil y España registran por primera vez en su historia un huracán, en las islas Azores se forma un anticiclón que impide la entrada de lluvia al sur de la propia España y Portugal, que sufren por las sequías de casi un año, al grado de que la escasez de agua se convierte en un serio problema político.

Sí, los desastres ya no se circunscriben al agua, que al tiempo que provoca inundaciones en el centro de Europa se acompaña de sorpresivas olas de calor procedentes de Africa, que ocasionan la muerte en los más vulnerables: viejos y niños, y hacen que los sembradíos se agosten sin que haya cosechas que levantar; mientras, los incendios arrasan con las masas forestales.

¿Quién podía hace años imaginar a los más poderosos afluentes del inmenso Amazonas sin agua, con cientos de toneladas de peces muertos por la falta de ésta? A mí al menos me sorprendió, pero no tanto después de aquella foto que recorrió el mundo, relativa a la brutal tala de bosques en el Amazonas para dedicar la zona a pastizales para engordar ganado y vender la carne a Europa. ¿Lo recuerda? Lo califiqué, en este mismo espacio, de una inmensa superficie monda y lironda como un melón.

Deforestación, envenenamiento del agua y del aire, configuración de zo- nas ambientales críticas, bestiales áreas metropolitanas llenas de cemento que impiden el reciclamiento de los mantos freáticos. ¿De qué nos asombramos? Los humanos destruimos el planeta que nos alberga. Pero no todos somos iguales. Existen unos más iguales que otros. Y también más desiguales. Son éstos, los más pobres, los que en una catástrofe al final se quedan huérfanos o sin hijos, sin familiares, apelotonados, todos entre sí desconocidos, para darse fuerza y resistir mientras llega la ayuda de los encumbrados. Y muchas veces mueren esperando, sólo esperando.

Estos efectos son provocados por los más poderosos. Recuerdo que en 1991 asistí en mi carácter de senadora y presidenta de la Comisión de Ecología a una reunión cumbre sobre medio ambiente a Washington, con varios de mis compañeros senadores y diputados de entonces. La presidían parlamentarios estadunidenses demócratas: Al Gore, para ser precisa. Y se encontraban representaciones de muchos países, entre ellos los más desarrollados. Al Gore pretendía un sintetizado remedo de lo que ahora es el Protocolo de Kyoto. Y deseaba que avaláramos su pretensión: que todos bajáramos nuestro consumo de combustibles para impedir lo que ya se conocía: "el efecto invernadero," exceptuando a su país, el cual nos contemplaría complacido. Atrevida, fui y le quité el micrófono y exigí que se bajara el consumo proporcionalmente, pues mientras Estados Unidos consumía un millón de barriles de petróleo, México sólo cien. Que el petróleo era sinónimo de desarrollo. Que Haití volvería a consumir leña y que no estaba de acuerdo. Y que todos coludos o todos rabones. Exigí votación y mi propuesta se votó en favor. Y fin de la reunión.

Quizá así se inició el ahora llamado Protocolo de Kyoto, que hasta la fecha Estados Unidos y China siguen sin firmar, porque implica bajar el consumo y controlar la emisión de contaminantes, a lo que no están dispuestos en su competencia por ser los más desarrollados, aunque sin duda es nuestro vecino el de mayor consumo mundial. Y el problema sigue siendo el mismo: más consumo de combustible y más deforestación, igual a más daños al medio ambiente, lo que genera más destrucción. Y sólo se salvan los más iguales que el resto. Y mientras, está entrando Wilma a arrasar la península de Yucatán. Dios los proteja.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.