Usted está aquí: domingo 23 de octubre de 2005 Opinión Las reglas en juego

Rolando Cordera Campos

Las reglas en juego

Por años, los empresarios y diferentes grupos políticos y de la sociedad civil reclamaron un marco jurídico-político estable y congruente con el discurso democrático que enarbolaba el Estado de la Revolución Mexicana sin hacerle honor estricto. Al calor del gran vuelco del mundo que arrancó en 1989 y se consolidó con el desplome de la URSS, las revoluciones de Europa del Este volvieron lugar común la llamada tercera ola de la democracia y el reclamo democrático se volvió cosa juzgada global. Todos seríamos a partir de entonces demócratas.

A pasos lentos y renuentes, el Estado mexicano buscó incorporarse a esta corriente mundial que iba de la mano con reforma económica neoliberal, que los gobiernos de los presidentes Miguel de la Madrid y sobre todo Carlos Salinas recibieron con un entusiasta sentido de pertenencia. Cobijado en la experiencia del presidente Mijail Gorbachov, Salinas prefirió apurar el paso en el cambio económico del Estado y, con su triunfo electoral de 1991, pospuso la reforma política y la de su propio partido, que era vista como la piedra de toque de una renovación del conjunto del sistema político. La credibilidad lograda por su gobierno en el flanco económico, que se coronó con la iniciativa y posterior firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), corría en sentido contrario a lo que pasaba en el orden político que era criticado y rechazado tanto dentro como fuera del país.

En esos años se buscaron ejemplos de "democracias peculiares", pero a nadie conmovió esta invención de rodeos, mucho menos cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) daba tumbos en su cúpula, el presidente cambiaba dirigentes repetidamente y todo indicaba que La Sucesión, entonces como ahora con mayúsculas que refieren a un gran mito y a un enigma superior, iba a ser resuelta a "la legalona", al viejo estilo del presidencialismo posrevolucionario y con gala de humor autoritario. El éxito económico era visto como suficiente para intentar el último relevo de la Revolución Mexicana.

El sucesor designado sostenía que a partir de su triunfo arrancaría una reforma política de fondo que cuidara de no echar por la borda lo logrado con el cambio estructural: Perestroika bien temperada y Glasnost concertado, parecía ser la oferta para el relevo. Creída a medias, y sin un PRI convertido en partido político capaz de generar cuadros e ideas para gobernar, la tragedia de marzo de 1994 que cegó la vida del portaestandarte de la reforma pautada y administrada racionalmente desde arriba, la reforma retomada en medio de la emergencia pudo sin embargo desembocar en unas jornadas que le dieron estabilidad a la elección de ese año, y constituyeron el antecedente obligado para la consagración del nuevo orden electoral de 1996, que el nuevo presidente presumía de definitivo.

A partir de 1997 todo empezó a cambiar con celeridad y las reglas del juego democrático se impusieron, hasta dejar atrás la leyenda negra del presidencialismo posrevolucionario que rezaba que la única regla sustantiva del sistema era que no había reglas, salvo las que tuviera a bien dictar el presidente en turno. El país se dio reglas políticas creíbles y, junto con las reformas en el terreno de los derechos humanos y los religiosos, conformaban un marco que parecía suficiente para iniciar una renovación nacional con el derecho y la ley como guías supremas.

El muerto al pozo, pero el gozo nos duró poco. Más que la demolición posmoderna del sistema político presidencialista autoritario, lo que hemos vivido en estos años es una puesta en escena vernácula de la fábula del emperador que en realidad ya andaba desnudo por ahí sin que tomáramos nota. Los poderes constitucionales se desvelaron insuficientes para poner en orden una pluralidad explosiva y la magia de los corredores de Palacio y de los recovecos de Los Pinos se esfumó en la patéticas zarzuelas del vestuario, las regresiones ridículas pero altamente costosas en materia de patrimonialismo familiar y, por último, en la pretensión fútil y autodestructiva de imponer un esquema de gobierno bipartidista que culminó en el intento de desafuero de López Obrador, pero pasó por la frustrada reforma estructural del presidente Vicente Fox y su presidente económico, y alcanzó a contaminar con este síndrome aventurero la renovación del Consejo General del Instituto Federal Electoral, hasta hoy, junto con el TLCAN, la joya de la corona del experimento reformista mexicano.

Para acabarla, por lo pronto, la Iglesia católica se vuelve a saltar las trancas y junto con poderosos personeros del Ejecutivo monta una abierta campaña contra el secretario Julio Frenk, con el pretexto de la eutanasia, en clara violación de la regla de oro de la República: el laicismo y la soberanía popular condensada en el Estado y la Constitución.

Reglas para jugar a la matatena pluralista tenemos y hasta podemos presumir que son suficientes para lidiar con los huracanes del próximo verano. Pero lo que no hay a la vista, tal vez porque viven paralizados en el ojo del huracán, son jugadores maduros y a la altura de tanto cambio y expectativas frustrados por la alternancia y su consecuencia en un gobierno sin atributos ni destrezas. Por eso estamos hoy ante la ominosa circunstancia, voceada por prácticamente todos los partidos y apostadores "independientes" que los acompañan, de que las reglas fundamentales de nuestra difícil convivencia pueden enmendarse al gusto de los que juegan.

Jugar con las reglas subrepticiamente, arrinconando al árbitro consagrado por el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, es una tentación cotidiana para los contendientes. Poner a la Iglesia en manos del cardenal y sus acólitos en Gobernación, la contraparte de un desastre anunciado.

De consumarse, sería el principio del fin. No es justo cambiar el lema esplendoroso de la Basílica y proclamar que "nunca se hizo tan mal con ninguna otra nación".

 
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